Uno de los temas que más polémica despierta en Estados Unidos y varias democracias occidentales como el Reino Unido, Canadá y un poco Francia, es la tendencia a hacer políticas identitarias desde las supuestas fuerzas progresistas. Para introducir ideas y propuestas inteligentes a este debate vale la pena leer The Identity Trap: A Story of Ideas and Power in Our Time, de Yascha Mounk, académico de la Universidad Johns Hopkins.
En esa obra Mounk describe la historia y las raíces intelectuales de los movimientos identitarios, primero en Estados Unidos y después cómo se extendieron al resto de los países desarrollados. Además, rastrea su radicalización y la forma en que saltaron de la academia y los medios de comunicación hacia la política pública e incluso a las reglas operativas de las grandes empresas transnacionales.
Lo que nació como reclamos y reivindicaciones legítimas de grupos étnicos que padecían racismo o de minorías sexuales que sufrían discriminación cotidiana, terminó convertido en empeños fanáticos por silenciar opiniones diferentes o incluso sancionar conductas privadas que se estiman indebidas.
Una ola moralizadora de un puritanismo aterrador que censura, persigue y destruye reputaciones personales y profesionales.
Mounk demuestra cómo estas políticas, a las cuales llama la trampa identitaria, constituyen una nueva oferta filosófica que pretende erigirse en alternativa al modelo liberal occidental.
La más perniciosa de las herencias intelectuales que puede dejar la trampa identitaria, en opinión de Mounk, es el rechazo del universalismo liberal y de la figura jurídica del individuo.
Tendencias destructivas
En la propuesta identitaria las sociedades no postulan derechos generalizados para todos los ciudadanos, sino que promulgan una serie de disposiciones jurídicas para cada grupo identitario: mujeres, trans, indígenas, afroamericanos, asiáticos o latinos. Todos son acreedores a cuotas y distintos privilegios jurídicos según el grado de discriminación sufrida en el pasado.
El autor también evidencia cómo este delirio fortalece a su vez a la derecha antiliberal que alimenta al trumpismo y otros movimientos políticos similares. En respuesta a los derechos de los afroamericanos hay que reivindicar el “orgullo blanco”, por ejemplo. Ambas tendencias absolutamente destructivas del marco jurídico liberal en las democracias occidentales.
Por tanto, Mounk sugiere que es preciso que el liberalismo plante cara a ambos desafíos mediante una doble estrategia: por una parte, reconociendo que históricamente el statu quo ha sido desfavorable o abiertamente discriminatorio para determinados grupos; y, por otro lado, defendiendo el derecho de las nuevas generaciones a no pagar crímenes de sus antepasados como si ellos los hubieran cometido.
Al respecto, cita varios precedentes de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos escritos por figuras de la talla de la juez conservadora Sandra Day O’Connor, quienes reconocían la necesidad de medidas correctivas y enmiendas favorables a ciertos grupos. No obstante, dichas medidas debían tener un carácter perentorio y aplicarse solo en casos jurídicamente comprobables. No podían convertirse en obligaciones corporativas, ni mucho menos lingüísticas para el resto de la población.
A los grupos discriminados debe compensarles el Estado, no los ciudadanos, según los precedentes establecidos por la Corte, y Mounk coincide.
Lo importante es que el liberalismo no puede seguir subestimando estos delirios colectivistas, pues tienen una aspiración destructiva del orden liberal tan arraigada, como en su momento la tuvo el marxismo.