El gobierno federal ha logrado en los últimos años detenciones cada vez más importantes en la guerra contra el crimen organizado. El propio secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio, declaró en Morelia: “Hoy tenemos a 90 de los 122 más peligrosos detenidos…, la mayoría detenidos sin un solo disparo”.
En los últimos días, en efecto, las autoridades han dado a conocer la detención de Omar Treviño Morales, El Z-42, en Nuevo León, y de Servando Gómez Martínez, La Tuta, en Michoacán.
No son líderes irrelevantes. El Z-42 estaba a cargo de Los Zetas en el norte del país y se le atribuyen, entre otros crímenes, la ejecución de los 72 inmigrantes encontrados en San Fernando, Tamaulipas, y también el incendio del Casino Royale de Monterrey que dejó un saldo de 52 personas fallecidas.
La Tuta fue líder de Los Caballeros Templarios en Michoacán, organización que no solo estaba involucrada en el tráfico de enervantes sino también en el secuestro y la extorsión de empresarios y personas comunes y corrientes.
Previamente, no olvidemos, fue recapturado Joaquín Guzmán, El Chapo, capo del cártel de Sinaloa, quien se escapó de una prisión federal de alta seguridad en Jalisco en el sexenio de Vicente Fox.
Si el éxito en la guerra contra el crimen organizado pudiera medirse por las capturas o el abatimiento de capos, nuestro país tendría buenas razones para festejar. El que 90 de los 122 delincuentes más peligrosos estén fuera de combate es una comprobación de que el Estado mexicano sí puede cumplir con sus responsabilidades en materia de seguridad cuando realmente se aboca a este propósito. De hecho el gobierno de la República ha señalado que el número de homicidios dolosos de todo tipo se ha reducido en el país de manera gradual desde 2011, cuando se alcanzó un punto máximo.
Plaga
Es difícil ser optimista en materia de seguridad en un momento en que los hechos de Tlatlaya y de Iguala están todavía dolorosamente vivos en la memoria colectiva o cuando se han encontrado en Guerrero en los últimos meses una serie de fosas clandestinas llenas de cadáveres, la mayoría de los cuales no han sido identificados.
Las estadísticas, sin embargo, no dejan lugar a dudas. La plaga de homicidios que ha afectado a nuestro país en los últimos años está declinando gradualmente desde 2012.
El problema es que no hay ninguna razón para pensar que la guerra contra el crimen organizado se ganará a base de golpes contra los capos del tráfico de estupefacientes. Recordemos lo que ha pasado en Guerrero. El gobierno de Felipe Calderón logró desmantelar al cártel de los Beltrán Leyva al detener o abatir a los líderes conocidos de esta organización. La muerte de Marcos Arturo Beltrán Leyva, El Jefe de Jefes, así como las detenciones de Alfredo Beltrán Leyva, Carlos Beltrán Leyva, Héctor Beltrán Leyva, Édgar Valdez Villareal, La Barbie, y Sergio Villarreal, El Grande, parecieron sepultar a esta organización surgida en Sinaloa que tenía control sobre el estado de Guerrero.
La desaparición de los Beltrán Leyva, sin embargo, no significó que terminara el tráfico de enervantes en Guerrero y tampoco la violencia. Dos de las organizaciones criminales más sangrientas y que más han llamado la atención en los últimos tiempos en la entidad se formaron como consecuencia del desmembramiento de los Beltrán Leyva. Me refiero a Guerreros Unidos y a Los Rojos.
La experiencia nos demuestra que el descabezamiento de las grandes organizaciones del tráfico de estupefacientes lleva a la multiplicación de bandas y a un aumento del tráfico y de la violencia. Detener capos quizás es indispensable, pero no es la manera de ganar la guerra contra el crimen organizado.