Hace unos días entregaron el Premio Princesa de Asturias de las letras al español Eduardo Mendoza (1943). Es una desgracia que el narrador catalán no sea tan leído en México como se debería. A fuerza de especular, supongo que tal vez esto se deba a la abundante solemnidad del medio literario nacional.
Nuestros escritores y escritoras de pronto se toman tan en serio, que no son capaces de ironizar sobre sus visiones de la condición humana. Por supuesto, hay excepciones como Jorge Ibargüengoitia, Guillermo Sheridan, Juan Pablo Villalobos, Carlos Velázquez y, recientemente, Nora de Cruz.
“Si tuviese que definir mi humor, me acordaría de los hermanos Marx, porque ellos sabían mezclarlos todos; por un lado, el del payaso que tropieza y se da de bruces; por otro, el epigrama culto. Es lo que yo he intentado: ensamblar el chiste escatológico, con la ironía fina, o con el humor del understatement británico-judío”, dice el autor de Las aventuras de Pomponio Flato.
Desde su primera novela, La verdad sobre el caso Savolta, donde narra el levantamiento de un grupo de trabajadores ante el mal trato de sus patrones, el escritor dejó ver su habilidad para mezclar géneros y estructuras. Hay propaganda, pastiche y una escritura clásica, todo a merced de un relato que dejó ver que la capacidad para hacer humor sería una de sus mejores armas.
Proveedor de felicidad
Más adelante vinieron títulos que hoy son ejemplos seminales de cómo hacer literatura seria sin dejar de entretener ni dejar de aportar reflexiones al lector. Uno de los más deslumbrantes es Sin noticias de Gurb, novela situada en la Barcelona pre preJuegos Olímpicos de 1992, donde somos testigos de la búsqueda de Gurb, un extraterrestre convertido en la cantante Marta Sánchez. Ya con el puro planteamiento sabemos que nos encontraremos ante un relato donde el absurdo y la hilaridad son el combustible de una crítica potente a la Barcelona de esa época.
No menos delirante es la saga que protagoniza un atribulado e innombrado detective que da vida a títulos como El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas, La aventura del tocador de señoras, El enredo de la bolsa y la vida, y El secreto de la modelo extraviada. Todas divertidísimamente absurdas.
En su discurso de recepción del Premio Princesa de Asturias, Eduardo Mendoza reconoció: “Alguien me ha llamado proveedor de felicidad. Es el mejor elogio que he recibido en mi vida y me gustaría que fuera cierto, aunque sea en dosis homeopáticas. Pero si alguna felicidad he dado a mis lectores, ellos me la han devuelto con creces con su lealtad, su complicidad y su cariño”. Estas palabras convendría tenerlas a la mano siempre que nos encontramos un buen libro.
Por supuesto, hay literatura que nos hace reír, otra que nos hace llorar o nos pone melancólicos. También está la que nos da miedo o nos angustia. Pero lo cierto es que una buena obra, más allá de la emoción que nos produce, nos deja un momento de felicidad, primero porque nos ha seducido al grado de que se vuelve indispensable para nosotros, y segundo porque nos hace sentir afortunados.
En este sentido, reconocer a Mendoza y colocarlo entre los autores más importantes en nuestro idioma es un acto de impostura, en tanto que se premia al humor que provoca, cuestiona, que no entiende de correcciones políticas y sí de la importancia de la risa como instrumento liberador y de pensamiento.

