LA UNIVERSIDAD YA NO ES UNA PRIORIDAD PARA LOS JÓVENES

“¿Estamos peor, igual o mejor que nuestros padres?”

UNAM
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En este regreso a clases muchos cambian las libretas, lápices y calificaciones por salarios para (sobre)vivir mejor.

La entrada a la universidad como el camino hacia un mejor futuro parece ser una de las tantas verdades —junto al cásate y ten hijos antes de los 30 años y la luminosa promesa de la jubilación— que se derrumban para los jóvenes: en el último concurso de ingreso a la UNAM, realizado hace apenas dos meses, cerca de 25 mil estudiantes menos que el año pasado solicitaron entrar a la institución de educación superior más demandada del país.

Se trata de una reducción de 30% entre 2020 y 2025, pasando de 290 mil 759 aspirantes a 202 mil 101.

La tendencia anual de inscripción se ha mantenido a la baja el último lustro: para el ciclo escolar 2019-2020 compitieron por un lugar en la UNAM 290 mil 759 aspirantes, mientras que para el ciclo siguiente la cifra bajó a 266 mil 383, aproximadamente 8% menos.

En el periodo 2021-2022 hubo otra disminución, pues al examen se inscribieron 215 mil 757 jóvenes. Y a pesar de que en 2022 y 2023 se experimentó un ligero aumento —225 mil 893 y 227 mil 487, respectivamente—, no se superaron los estándares de 2020.

Esto no solo concierne a las universidades públicas. Según Juan Pablo Murra Lascurain, rector del Tecnológico de Monterrey, “hay un bajo acceso de jóvenes estudiando la universidad”.

Solo entre 44 y 45% de los jóvenes entre 18 y 24 años estudian la educación superior. Una cifra indecorosa, pues varios países de América Latina están arriba de 70 por ciento.

Promesa rota

La cifra de la UNAM no es un caso aislado: México atraviesa una regresión en el mundo estudiantil. Según el estudio Movilidad educativa, del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), cada vez es menor el número de jóvenes que alcanzan el mismo nivel escolar de sus padres.

En este sentido, puntualiza que de 2016 a 2024 se redujo de 72 a 67% el número de muchachos de 18 a 24 años que siguieron los mismos pasos académicos que sus progenitores.

Esa sola cifra —apenas cinco puntos porcentuales menos— evidencia un retraso en la movilidad social, indicador que podría concentrarse en la pregunta: ¿estamos peor, igual o mejor que nuestros padres?

Para medir el avance de una nación no basta con comparar el nivel de ingresos —a la manera de los economistas—, sino que hay otros factores socioeconómicos que también funcionan como termómetros; la educación es uno de ellos, pues está vinculada a la incursión del mundo laboral.

Pese a que en los últimos años los ingresos de los trabajadores aumentaron, se mejoraron las condiciones laborales al eliminar el outsourcing y creció la probabilidad de alcanzar estudios universitarios en hogares con baja escolaridad, hay miles de jóvenes que simplemente dejan de estudiar.

El Estado

Uno de los factores más álgidos de deserción escolar —según el estudio— fue la pandemia; una época oscura para la educación, pues varios jóvenes fueron abandonados por el sistema e imposibilitados para volver a clases, tal vez para siempre.

Sin embargo, hay más. Una razón, según Ricardo Vélez, director ejecutivo del CEEY, que puede estar influyendo es que “los padres están llegando muy arriba en términos educativos”.

Aunque esperanzador, ese no es el caso promedio de México, que comparado con otros países desarrollados registra una situación de escolaridad más bien baja.

De ahí que los especialistas consideren que por ese motivo México debería destinar más presupuesto público a la educación —el año pasado el dinero asignado a este rubro fue de un billón 19 mil 449 millones de pesos, insuficiente para abordar el rezago educativo y 3.6% menor en términos reales que en 2015, época con mayor presupuesto—.

Pese al esfuerzo en el reparto de becas las cifras plantean una paradoja: de 2016 a 2024 hubo una disminución en la cantidad de dinero que recibían las familias con padres de menor escolaridad, mientras que los hogares con progenitores con más años de estudios aumentaron su cifra, pasando de 6 a 17 por ciento.

Mientras que en 2016 las familias más desfavorecidas por el apoyo educativo recibían 50% de las ayudas monetarias, en 2024 el porcentaje se redujo a 25 por ciento.

Temido fantasma

Ese obstáculo es la punta de un iceberg más profundo: la desigualdad. El informe plantea una desventaja entre los alumnos de clases bajas —que tienen cuatro veces menos la probabilidad de ir a la universidad— y los de clases más acomodadas.

Los mexicanos que nacen en situaciones precarias enfrentan grandes problemas para mejorar esa condición y pareciera que la pobreza también se hereda: 50% de los que nacen en el último estrato social no logran salir de él.

De modo que un joven cuyo máximo nivel de estudios de sus padres sea la primaria, tendrá menos probabilidades de llegar a la universidad que otro con progenitores con licenciatura.

Cuando las familias atraviesan apuros económicos y necesitan más dinero para solventar sus gastos, de poco servirá que se les recuerde que un alto nivel educativo procura mayor bienestar en la vida. Tampoco ayuda el ejemplo de muchos jóvenes que se han esforzado por sacar la licenciatura y ahora vagan —sin mucho éxito— buscando empleo.

Si, como señala Carmen Morán Breña, la formación estudiantil descansa en tres pilares, que son ellos mismos, sus familias y el Estado, “cuando dos de esas patas fracasan, la mesa rodará por el suelo”.

Ante ello, abunda, la solución está en que el Estado “tome las riendas del sistema educativo”. No solo transmitiendo la necesidad —a estas alturas obvia— de avanzar en los estudios a toda costa —“por el bien propio y del país entero” —, sino proporcionando además los recursos para ello.

La otra cara de la moneda

Otro factor que no se puede ignorar y por el que instituciones superiores han sido severamente criticadas es la poca sensibilidad y desinterés que han mostrado con la realidad. Frases como “La UNAM ha vuelto elitista”, “No ha estado a la altura de las circunstancias” y “Se derechizó” son algunas de las críticas.

Para Ángel Díaz Barriga, doctor e investigador emérito del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad (IISUE) de la UNAM, la educación superior tendría que centrarse en el “sentido social de la formación profesional”.

—¿A qué se refiere con el sentido social de la educación universitaria?

—Quiero decir que los estudiantes deberían tener más contacto con las realidades sociales del país. En mi etapa de formación, los universitarios —yo incluido— teníamos conciencia de que estábamos ahí gracias al financiamiento del Estado, y que ese financiamiento provenía, como ahora, de los impuestos de las clases trabajadoras. Así que uno tenía cierta responsabilidad. Ya estudiaste, ¡muy bien!; ¿y ahora qué le vas a dar a la sociedad mexicana?

También es cierto, dice, “que en algún momento tenemos que encontrar cuál es el sentido social del trabajo profesional. La UAM Xochimilco, por decir algo, fue creada específicamente para orientarse en esa perspectiva. Hoy hay otros proyectos, como las universidades Benito Juárez, la Universidad Nacional Rosario Castellanos o la Universidad Indígena en México.

—¿Históricamente cuál ha sido el papel de la universidad en nuestro país?

—La universidad tiene una vocación a la cual no puede renunciar. Investigadores han dicho que es trabajar con la verdad. Algunos que, desde su origen, tienen una función civilizatoria. Y para otros la universidad tiene que adecuarse —algo observado desde su creación en la Edad Media— al contexto y a la realidad donde se encuentra.

En este sentido, “las universidades del país tienen condiciones muy diversas y no se pueden equiparar entre sí. Las que colindan con la frontera norte, por ejemplo, tienen la oportunidad de relocalización de empresas. En ese contexto, es obvio que tienen que enseñar inglés, para que los estudiantes respondan con profesionalidad a esa relocalización empresarial”.

Agrega Díaz: “Otro caso en el que estoy muy involucrado es en la Autónoma de Tlaxcala, donde los estudiantes se vinculan con las comunidades cercanas. Recientemente, alumnos de ingeniería ayudaron a un grupo de productores a disecar sus frutas con la ayuda de plásticos y un armazón de palo. Ahora ya pueden comercializarlas de otra manera y evitan que se pudran. En estos casos gana la comunidad, gana la universidad y ganan los estudiantes”.

—¿Cuál es la relación de la universidad con el Estado?

—En el caso mexicano el Estado subvenciona a las universidades públicas. Y establece las normas académicas globales, no digo específicas, o sea, no atentan contra la libertad del trabajo académico. Obviamente, este se modifica a la par que el Estado mexicano cambia su proyecto de nación —algo innegable en los dos últimos sexenios—. En este caso la UNAM, por un lado, necesita preservar ciertos valores históricos que atañen al núcleo del saber universitario; no puede renunciar al conocimiento y a la crítica, incluida la crítica a las posiciones políticas; pero, por otra parte, la universidad no puede desconocer lo que acontece en el país, su vínculo con la nación, en este caso con el Estado mexicano, que atraviesa por un nuevo proyecto político.

—¿Qué desafíos plantea el nuevo proyecto de nación a la universidad?

—Creo que el gran mérito de la presidenta Claudia Sheinbaum fue hacer varios grupos enfocados en ciertos saberes de ingeniería, de física, de química, por decir algo, para desarrollar un auto eléctrico, microprocesadores o lo que haga falta. ¿Cómo fortalecer el desarrollo industrial mexicano, por ejemplo, a partir de la formación que tenemos? Es decir, lo que nos está diciendo es que debemos empezar a generar no solamente profesionistas, sino también condiciones para tener un grupo de producción nacional que responda a las necesidades o requerimientos del país. Entonces, las universidades tenemos que reflexionar sobre ello y ver cómo responder. Pero todas las universidades públicas son autónomas —algo que no se debe perder— y es en ese marco —de la autonomía y de la responsabilidad que tenemos ante la nación— que debemos encontrar cómo responder, hallar nuevos caminos…

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