¿MUJERES VS. MUJERES?

“Las personas somos seres sociales, nos encontramos en la mirada de los otros”.

Mónica Soto Icaza
Columnas
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A los doce años, por un error de percepción (o de franqueza), me supe una mujer fea, gris, sin chiste. Me miraba al espejo más por necesidad que por encontrar placer en mi aspecto: demasiado delgada, la nariz enorme. Y, además, tartamuda.

Una madrugada de franca desesperación porque todas mis amigas de la secundaria ya tenían novio y se les llenaba el buzón del pupitre el Día de San Valentín de rosas y cartas, ausentes en el mío, tomé una decisión: si no iba a ser bonita o carismática no podía darme el lujo de ser tonta.

Me puse a leer, a buscar conversaciones profundas, lo que mi mente creyó podría ayudarme a llenar huecos de autoestima y compensar mi poco agraciado físico en este mundo de imágenes.

Desarrollé un carácter rebelde, a veces con causa y la mayoría de las veces sin causa. Si las mujeres usaban vestido, yo me ponía pantalones; si había que pintarse las uñas, yo me las dejaba naturales; si era necesario el maquillaje, yo andaba de cara lavada.

Mi vida transcurría entre libros, una máquina de escribir y muchos sueños. A partir de mi primer novio, a los 14, descubrí el poder de la inteligencia, de resultar interesante más allá de los pocos segundos que la gente se tarda en hacerse una idea del prójimo. No importaba que anduviera con huaraches de suela de llanta: encontré mi identidad entre páginas escritas por otros.

Crecí. La frase “No eres como otras mujeres” se convirtió en una constante, una que me causaba beneplácito y un sentimiento disimulado de orgullo: había conseguido desafiar los mandatos femeninos impuestos a las mujeres, y sí, me sentía superior por ello.

Diversidad

Pasaron muchos años; tuve más y más novios, ya alcanzaba mis objetivos. Me sentía bien: la sensación de los retos superados colmaba mi alma. Como era, sin arreglarme, tenía tantos pretendientes que empezaba con un novio antes de terminar con el anterior y, además, cuando inició mi vida sexual me descubrí apasionada y con gran apertura para explorar; tenía una seguridad sorprendente hasta para mí.

Hasta que el amor de mi vida se enamoró de otra. Me engañó. A mí, a LA mujer. ¿Cómo era posible? Ella no me llegaba ni a los talones; para nada era tan culta ni lista como yo. Él me dijo el típico “ella no es importante, tú eres mejor, fue nada más una aventura” que yo necesitaba escuchar y sí, me creí superior de nuevo.

Gracias a eso escribí Tacones en el armario. En ella le ponen el cuerno a la protagonista; en vez de echarse a llorar, se levanta pronto y decide vengarse de su marido de la manera que yo creí peor para un hombre: teniendo relaciones sexuales con muchos… y además cobrar por ello… y además gozarlo. Inesperadamente la novela se convirtió en un best seller.

Llegaron las presentaciones del libro. En cada una recibía un eco increíble de gran diversidad de mujeres. Aquellas mujeres, algunas más jóvenes, otras más grandes; unas más altas, más bajas, más guapas, más delgadas, de ambientes rurales o urbanos. Todas inteligentes, seductoras, con fuerza descomunal. Todas con problemas similares a los míos, con inseguridades parecidas a las mías, con temores como los míos. Todas ellas eran yo y yo era todas ellas. Mi sentimiento de superioridad sucumbió.

Empecé a responder “todas somos iguales” cuando me decían “no eres como las otras mujeres”. El aprendizaje de que “las mujeres juntas ni difuntas” ataranta la empatía entre nosotras; esas comparaciones: “salgo con varias, pero tú eres la mejor”, “estoy con mi esposa por los niños, pero a quien amo es a ti”, provocan dolor, inseguridad, tristeza, corazones adormecidos. Y son patrañas.

Las personas somos seres sociales, nos encontramos en la mirada de los otros.

Y en las miradas de otras mujeres yo renací.