Por Alonso Ruvalcaba
El logro de Terence Davies no es nada común: con dos películas semiautobiográficas de ficción, Distant voices, still lives (1988) y The long day closes (1992), cintas sobre la infancia y la juventud en Liverpool, consiguió no sólo dos piezas de una belleza singularísima, sino que subvirtió además una forma —el musical— sin dejar de trabajar desde sus reglas (es probable que el lector no concuerde en que estas dos cintas son musicales, pero en eso precisamente radica su logro: pertenecen al género y, al mismo tiempo, parecen funcionar fuera de cualquier género; hay que revisitarlas con esta idea en mente).
Conseguían, como todo gran musical, ser deslumbrantes en su uso de canciones —en este caso, de época, principalmente del Reino Unido en los años cuarenta o cincuenta del siglo pasado— y colocar en las canciones su propio corazón; conseguían, otra vez como todo gran musical, no ser solemnes en su uso de la pista sonora y hacer de ella su lenguaje pues la música y el baile en este género son la única forma de expresión real que existe dentro de ese universo (es una verdad de Perogrullo, pero vale la pena recordarla hoy que el cinéfilo parece preguntarse: ¿qué puede estar más alejado del desparpajo que, en un estallido de emoción, un actor se suelte al canto barítono o al estudiado baile?); conseguían, también, ser irónicas —Davies trataba su propia vida ahí; mas su mirada no es complaciente ni se deleita en la nostalgia, aunque sin duda hay afecto aquí por la banda sonora de su niñez y juventud—; y conseguían, por último, crear una realidad casi táctil y distinta a la que llamamos real: el musical no aspira a la imitación de la realidad (o a la realidad apuñalada por lo imaginario, como el horror), sino a su trasgresión.
Revelada
Hay una nueva cinta de Terence Davies apuntada para los Oscar, The deep blue sea, pero antes valdría la pena ver su primer documental, Of time and the city (2008), que es una suerte de pieza de acompañamiento para sus musicales. O, para decirlo de otra forma (“pieza de acompañamiento” parece, tal vez, entintado de un color despectivo), como una pieza interior, como si abriéramos Distant voices, still lives o The long day closes y pudiéramos ver de alguna forma su funcionamiento, su engranaje (la película está, completa y legal, aquí:
Ahí están los temas: la vida del propio Davies, la realidad de Liverpool (la city del título y la protagonista del filme) y el Reino Unido en los decenios 40, 50 y 60 del siglo XX; la hipocresía y los problemas relacionados con ser homosexual en esa sociedad; ahí está el amor de la música: de la canción pop a la misa, de The Hollies y The Spinners a Brahms, Liszt, Haendel y Mahler; ahí está el estilo, la puntuación y el ritmo: lírico, puntuación cinematográfica que prefiere los puntos suspensivos sobre la velocidad del punto y seguido, ritmo apacible; ahí está la poesía, leída por Davies mismo: Shelley, sir Walter Raleigh, Joyce, el Espíritu Santo.
Voy a volver a plantear un intento de definición (decididamente incompleto) de la relación entre las dos películas de ficción de Terence Davies y Of time and the city: esta podría ser una suerte de making-of mental de aquellas.
Hay unos versos de Little Gidding, de T. S. Eliot, que Terence Davies lee en algún momento de este filme:
We shall not cease from exploration
And the end of our exploring
Will be to arrive where we started
And know the place for the first time.
José Emilio Pacheco los traduce así: “No cesaremos en la exploración/ Y el fin de todas nuestras búsquedas/ Será llegar a donde comenzamos,/ Conocer el lugar por vez primera”.
En Of time and the city, Davies vuelve al Liverpool donde comenzó, conoce la ciudad por vez primera y nos la revela, también, por vez primera.