Por Guillermo Deloya
La historia mexicana es un muestrario de lecciones que se plasman en un lienzo para quien se interese en saber de dónde venimos y pactar así hacia dónde vamos. Si no se atesora el conocimiento del pasado estamos en la proclividad de que desde la ciudadanía la carencia de coordenadas propicie la nula edificación de los temas nacionales y se opte por el sonido bullicioso de la discusión estulta que de nada sirve.
De forma lamentable en nuestro país hemos llegado a un estado de reducción de conceptos que parecería asemejarse al tratamiento teórico de Leo Strauss, donde se estigmatiza con el máximo insulto posible a quien sostenga un pensamiento distinto y contrapuesto al propio.
Llevar al límite de la injuria a los “contrarios” cancela toda posibilidad de argumentación y continuidad en la exposición ordenada de conceptos en pro o en contra de un asunto público y de interés común. Sin embargo hoy se busca mayormente el goce que implica la humillación del contrario, que la imposición de la razón propia a través del convencimiento al ajeno.
En un terreno que hoy parece ornamental y borroso existen variadísimas enseñanzas donde el fratricidio de la división interna nos ha llevado a la desgracia colectiva. La discusión que actualmente fracciona bandos entre “chairos y fifís”, “pueblo bueno y adversarios”, “transformadores y conservadores”, pudiera encontrar antecedentes símiles en episodios pasados de la vida nacional.
¿Acaso se percibe terso el acontecer de la patria en ese tránsito de años entre 1858 y 1861? Una nación que se enfrentó a los horrores de la guerra interna precisamente gestada por una avinagrada división de pensamiento, para unos vivió la pérdida de privilegios y para otros la oportunidad libertaria por mala fortuna significó conflagración. Una reyerta de bandos conflictuados por intereses opuestos, una separación que ubica en esquinas distintas a Félix Zuloaga, Leonardo Márquez y Miguel Miramón, por una parte, y distanciados a otros como Francisco Zarco, Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, Melchor Ocampo y Benito Juárez.
Hondo surco que entre liberales y conservadores llevó a empapar de sangre a este México desde entonces mancillado. Llegado al extremo de instalar gobiernos, ambos autoproclamados legítimos, en la Ciudad de México y en Veracruz, la consecuencia de años de apartamiento se volvió guerra cruenta instalada entre los propios hermanos mexicanos.
A 161 años de distancia parece que se nos apersonan escenarios que, guardadas las proporciones y adecuadas a las circunstancias del momento, imponen otra dura prueba a nuestro devenir como Estado.
Hace una semana le vimos el rostro a ese México fragmentado donde la proclamación y el repudio coexisten. Guerra actual de números por ensalzar o demeritar una y otra expresión civil de apoyo o descontento materializado en marchas; gobierno y oposición que avivan odios, que reprueban el distanciamiento entre mexicanos pero que con acciones lo fomentan.
Odio y fervor que, sin el correcto encauzamiento, bien podría derivar en acciones de mayor peligrosidad. Estamos en el borde de un incendio que podría dejar una cicatriz imborrable en el rostro de una patria que debiese ser reluciente.
A estas posiciones es urgente otorgarles una válvula de despresurización y encontrar un hilo conductor que no bifurque en dos sendas de nuevos encontronazos. El país tiene profundos problemas. Por una parte es urgente la necesaria apertura de una clase política en el poder que revestida de una incuestionable legitimidad en su llegada opta por rendirse a la tentación del poder total con intentos y logros para tener injerencia sobre los contrapesos y poderes autónomos del Estado, cancelando en gran parte la libertad de disentir entre propios y extraños; y, por otra parte, una oposición desarticulada y testimonial que parece buscar el regocijo sobre los fracasos en la política pública, y que poco hace por la aportación valiosa ante un escenario de profundo desorden y choque arranciado.
Así como la historia nos mostró la inutilidad de una división entre comunes durante la guerra de Reforma no dejemos que la actualidad nos lleve al fatalismo suicida de reñirnos sin frutos a futuro. Ante la fragmentación de la patria en 1858 nos conquistó a la postre el imperio napoleónico. ¿Ante qué tipo de riesgo estamos hoy?