Por: Federico González
Somos lo que hacemos. Nos definimos a partir de nuestras acciones, alimentos y aficiones. La música que escuchamos en casa, el libro que traemos bajo el brazo, incluso el estampado de la playera que usamos el domingo, abona a nuestra identidad y forma parte de la hoja de ruta que guía nuestros pasos.
Quienes conocen o han leído a J. M. Servín (Ciudad de México, 1962) saben que es un autor que cultiva la narrativa y el periodismo a contracorriente. Navega por las aguas de la independencia y no suele figurar entre el mainstream de los habitantes de la entelequia conocida como “la república de las letras”.
Aun así, Servín siembra y cosecha cada vez más seguidores. Su prosa, como su vida, es sólida, frontal. Creció no precisamente entre bibliotecas ni círculos aterciopelados. Sabe lo que es vivir en Nueva York pero no becado ni en la diplomacia, sino como inmigrante. Se hizo escritor en la calle y aprendió lo necesario de un puñado de escritores afines. Curtió su carácter con la rabia del punk y la música de ídolos de la insurrección.
El árbol genealógico intelectual del escritor es lo que integra Del duro oficio de vivir, beber y escribir desde el caos. Su soundtrack se compone de las canciones de Ramones, James Brown, Albert Plá y Serge Gainsbourg, entre otros paladines de la música contemporánea. La biblioteca personal encuentra espacio para autores obvios como Bukowsky, Ellroy, Carver o Hunter S. Thompson; pero también redescubre a prosistas olvidados o de escasa resonancia en México como Ralph Ellison, Nelson Algren e Iceberg Slim.
J. M. Servín no escribe desde la posición del crítico. Sin temer a la adjetivación, no esconde su reverencia a los convocados. Si algo une a los artistas reunidos en el volumen es su condición marginal y no complaciente. El mexicano escogió por socios a figuras que aprendieron a conocerse a partir de vivir al filo de la navaja y de moverse en los excesos.
Disciplina
Pero Servín sabe que esto que para muchos seudoartistas es un elemento aspiracional, no es más que un accesorio. La trascendencia de su paso por la tierra obedece a su capacidad para hacer de su trabajo un ejercicio de redención. Abundan los falsos imitadores de Bukowsky, que piensan que basta beber y una prosa más o menos coherente para sentirse escritor.
El énfasis de los perfiles y crónicas se ubica, por el contrario, en la disciplina y la dedicación que lo llevó no sólo a sobrellevar la adversidad, sino a profundizar en el conocimiento de la condición humana.
En conjunto, el libro es un emotivo diálogo entre un escritor y sus maestros, un diálogo al que es convidado usted, el lector.
Otros títulos de J. M. Servín son Por amor al dólar y DF confidencial.
Vértigo también recomienda
Alberto Chimal. La torre y el jardín. Océano. 420 pp.
A partir de la historia de dos hombres presos dentro de un burdel, el escritor mexicano ofrece su novela más ambiciosa hasta la fecha. Una profunda apuesta estilística inmersa dentro del género de ciencia ficción.
Liao Yiwu. El paseante de cadáveres. Sexto Piso. Trad. Leonor Sola. 368 pp.
El controvertido narrador chino presenta un conjunto de crónicas sobre la China contemporánea. Más allá de cualquier prejuicio, los textos llegan a ser reveladores y emotivos.
Pablo Ortiz Monasterio. Manuel Álvarez Bravo. Una tarde de 1989. Conaculta. 63 pp.
Inspirado en un lejano encuentro con el legendario fotógrafo, el autor captó una serie de placas que dialogan con un poema de Octavio Paz. El resultado es una joyita.