Por: Elena Fernández del Valle
A principios de este mes causó revuelo en Europa la noticia del voto en la Cámara de los Comunes británica en favor de permitir la donación mitocondrial. Se trata de una complicada forma de fertilización in vitro en la que intervienen tres donantes, ya que el óvulo a fecundar lleva elementos de los óvulos de dos mujeres.
Con esta técnica se intenta prevenir la aparición de ciertas enfermedades incurables causadas por fallas en el ADN de la mitocondria, que en muchos casos traen consigo la invalidez y una muerte temprana.
Para entender lo que está en juego nos hará falta saber qué es una mitocondria y para qué sirve.
Las mitocondrias, de las que hay decenas o cientos dentro de cada célula, se encargan de producir energía a partir de los alimentos que ingerimos y el aire que respiramos. Sin ellas no serían posibles la duplicación de los cromosomas que ha de llevarse a cabo cada vez que una célula se divide, ni la contracción muscular o la conducción nerviosa, ni mantendríamos una temperatura constante: no habría energía suficiente. Las mitocondrias tienen su propio ADN y se reproducen por su cuenta, partiéndose en dos a la manera de las bacterias. En el ser humano el óvulo lleva consigo unas 100 mil, a las cuales se agregan las menos de 100 del espermatozoide —por eso decimos que el ADN mitocondrial se hereda por línea materna.
Aunque contiene mucha menos información que el ADN nuclear, es mucho más abundante y más fácil de encontrar en los tejidos; cuando en una serie de televisión el forense encara al asesino y le anuncia: “Encontramos su ADN en la escena del crimen”, se refiere al ADN mitocondrial.
El cromosoma único de la mitocondria está sujeto a sufrir mutaciones que pueden resultar en un entorpecimiento de la generación de energía. Así sucede naturalmente cuando envejecemos: multitud de pequeños cambios azarosos en las mitocondrias vuelven menos eficaces a las células, sobre todo a las que más energía consumen.
Sin prisas
Pero hay también mutaciones que impiden el progreso del embarazo más allá de los primeros días o semanas, o que pasan inadvertidas hasta que, al transmitirse a la descendencia, producen ciertas formas de ceguera o de sordera, de epilepsia, o de distrofia muscular.
En Estados Unidos se ha calculado que el riesgo de que un niño padezca una enfermedad mitocondrial es de uno en cinco mil; estos niños, en la mayoría de los casos, acuden a consulta porque no ganan peso, tardan mucho en desarrollarse, no tienen tono muscular o convulsionan sin causa aparente.
Esas son las fallas que la donación mitocondrial pretende prevenir. Los niños concebidos con su ayuda no recibirían de la donante sino ciertos genes implicados en la producción de energía. Todas las demás características heredables, como la estatura, la inteligencia, el color de los ojos y el pelo, el temperamento, etcétera, serían las transmitidas por el padre y la madre a través del material genético presente en los núcleos del esperma y el óvulo. No sería un “bebé con tres padres”, y no creo que debiésemos preocuparnos por eso si algún día se practica en México la donación mitocondrial.
Lo que hay que plantearse es otra cosa: a lo largo de millones de años de evolución el material genético que necesita la mitocondria para construir su estructura ha migrado poco a poco hacia el núcleo de la célula, dejando un cromosoma que contiene apenas la información necesaria para codificar las proteínas esenciales a la obtención de energía. Las mitocondrias donadas se verían obligadas a trabajar en equipo con un genoma nuclear ajeno. Y no sabemos si a la larga, por falta de compatibilidad, surgiría un trastorno semejante a los que se intenta evitar. ¡No nos apresuremos!