Por: Francisca Yolin
fyolin@gmail.com
En diciembre de 2009 el cine comercial cambió. El estreno de Avatar marcó records de taquilla e impuso la tecnología 3D como una opción casi obligada para cualquier blockbuster. No estamos hablando de la calidad del filme de James Cameron, pero sin duda abrió un camino —discutible, en la mayoría de sus ejemplos— que con Gravedad, el último filme de Alfonso Cuarón, llega a su primera parada real.
Si bien ejemplos como el documental Pina, de Wim Wenders, o la fantástica La invención de Hugo, de Martin Scorsese, sabían explotar en cierta medida la tecnología, es apenas ahora que vemos un avance real, palpable.
Tanto es así, que Gravedad debería existir únicamente como película en 3D: es tal la nitidez que añade a la imagen, la profundidad que le ofrece, la inmersión que provoca, que es difícil concebir una experiencia semejante en un futuro cercano.
Es una experiencia audiovisual apoteósica, aunque se quede algo corta en otros aspectos.
Cuarón —que no había rodado una película en siete años desde la notable Hijos de los hombres— hace equipo con su fiel director de fotografía, Emmanuel Lubezki —hace mucho es momento de que la Academia lo reconozca con un Óscar—, para ofrecer una experiencia impresionante. Desde un punto de vista exclusivamente técnico, va más allá de ser un triunfo: es una película que captura el espacio como ninguna obra lo había hecho, con una dirección elegante y muy hábil.
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