La tibia novedad de House of cards

Hecha a la medida de sus suscriptores por Netflix (el sitio de streaming que ya tiene algún tiempo en México), protagonizada por el a veces extraordinario Kevin Spacey y producida por el metálico David Fincher, House of cards es una serie pensada para cambiar la forma en que se “exhibe” el cine/la televisión.

House of Cars es la serie más vista en sistema Netflix
Foto: Especial
Redacción
Todo menos politica
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Alonso Ruvalcaba

alon.ruvalcaba@gmail.com

Hecha a la medida de sus suscriptores por Netflix (el sitio de streaming que ya tiene algún tiempo en México), protagonizada por el a veces extraordinario Kevin Spacey y producida por el metálico David Fincher, House of cards es una serie pensada para cambiar la forma en que se “exhibe” el cine/la televisión.

Compuesta por 13 capítulos de una hora, pensados como una sola película, para ver de un jalón (yo lo hice: los ojos me siguen doliendo) o no, a un clic que implica información sobre nosotros mismos, esta podría ser la manera en que veremos cine en los próximos lustros.

Es una obra importantísima: una obra-hito. También es irrelevante.

La premisa es un sabroso cliché: un “cínico político” que “no se detendrá ante nada” en su búsqueda de poder, pero House of cards se las arregla para no lograr decir un novedad o enriquecer nuestra idea de la política gringa como, por ejemplo, Deadwood lo hizo; tampoco apela a nuestro gusto pulp o porno, como Boss; ni intenta un retrato “fiel” de los tejemanejes senatoriales, como la deprimente The Wire.

Es correcta: su protagonista mata a quien es necesario matar, se acuesta con quien es necesario; los personajes laterales tienen suficiente suciedad para no ser perfectos y, por tanto, pueden pertenecer a una serie de televisión actual —la periodista que reparte sexo para ascender o el congressman que consume coca y bebe demasiado—, pero nunca son bestiales o verdaderamente oscuros: la chica está dispuesta a arriesgar el pellejo para desenmascarar una conspiración, el bebedor lo es porque ha llevado una vida muy difícil… La tibieza es el signo de House of cards.

También visual y auditivamente. No hay aquí el montaje aventurado de Deadwood ni los lances de imaginación visual de Breaking bad ni la capacidad de comentar con música que tuvieron Los Soprano.

Vaya, ni siquiera algo como la ¿irritante? “experimentación” con zoom y jump cuts de Boss. Todo está muy bien hecho, pero… ¿y?

Ambigüedad

Formalmente, el mejor es el noveno episodio, dirigido por James Foley. Por ejemplo, en su uso del encuadre con fines de humor, como en la reunión de la esposa del protagonista con un par de senadores títeres. Toda la escena está encuadrada según la irónica escuela de los hermanos Coen.

Dramáticamente comete un serio error de cálculo: los apartes a cámara del protagonista, Frank Underwood, al estilo Ricardo III.

El problema no es, claro, la ruptura de la mentada cuarta pared, sino que se trata de apartes superfluos, obvios, planos, que para acabarla denotan una falta de imaginación que Underwood no tiene en su trato con el resto de los personajes.

Esa narración destruye posibilidades de enriquecimiento dramático. Hay una escena en que el protagonista improvisa un sentido (pero falso) sermón fúnebre en una iglesia pueblerina. A la mitad se detiene para mirar a la cámara y decirnos que en realidad la muerte de su padre no podría importarle menos.

Tres problemas: 1. Ya nos lo habíamos imaginado; 2. Le quita al resto del sermón interés; 3. Pierde nuestro compromiso emocional y, por tanto, la libertad de darnos una cachetada por sensibles.

Imaginemos que no hubiera dicho nada. Sabríamos que está en el pueblo para no perder votos, intuiríamos que todo esto en realidad lo tiene sin cuidado, ¿pero su sermón fue genuino?, ¿le habrá dolido así la muerte de su padre a este tipo que a todas luces hemos visto como un desalmado? Habría sido imposible saberlo. Esa ambigüedad pudo ser una riqueza.

Trailer de House of cards

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