Del Melimoyu al Popocatépetl

He visto ya una de las representaciones del Único en el monte Melimoyu, que me ha escogido para que desprendiéndome del mundo ilusorio pueda encontrarme perdiéndome en sus inmensidades. 

José Luis Ontiveros
Columnas
Mitos compartidos
Foto: Ralf Peek / Creative Commons

He visto ya una de las representaciones del Único en el monte Melimoyu, que me ha escogido para que desprendiéndome del mundo ilusorio pueda encontrarme perdiéndome en sus inmensidades. Pienso que la revelación al profeta Mohammed fue durante el sueño y cuando el arcángel Gabriel le dicta la verdad del misterio tremendo.

No puedo evitar pensar en la existencia del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl, los volcanes que rodean a Tenochtitlán, la muy noble y leal Ciudad de México, y su leyenda amorosa en que el Popo —humo (tepetl)-cerro— como se conoce popularmente a Don Goyo —que es un Tristán petrificado—, observa al Izta, la mujer blanca recostada cuyo rostro mira al cielo —Isolda—, la mujer dormida, a sus cinco mil y tantos metros.

Hay que ver que el Melimoyu es también un volcán de dos mil 400 de altura y que el Popo se alza inmenso y lanza desde su corazón roto fumarolas y cenizas, manifestaciones de esa pasión abrasadora por la princesa Iztaccíhualtl —mujer (cíahualt)-blanca (iztac)—, quien murió de amor, y que el guerrero Popocatépetl inconsolable, retornando de la batalla victorioso, guarda convertido en piedra su tumba —hasta que los dioses ancestrales en su cólera arrasen a la Ciudad de México por el olvido de su potestad celeste, por la ingratitud hacia el mandato sagrado—, cubiertos los dos volcanes por la nieve para sellar su amor indisoluble.

Entre ambos está el Paso de Cortés en la parte norte, donde el gran conquistador sufre el congelamiento por esa Castilla que enciende su alma invicta en su marcha arrolladora para someter a Tenochtitlán.

Quizás antes del Himalaya están los magmas profundos que entrelazan lo Austral con la tierra blanca de Aztlán, el sur extremo con el norte hispánico, la Antártida con la Hiperbórea azteca, con Thule, con el Águila del septentrión —la patria espiritual de los caballeros águilas y tigres—, en la tira de Aztlán, en el símbolo que a Tenoch le fue revelado del águila devorando a la serpiente como punto fundacional de Tenochtitlán.

Afines

Mas veo que el golfo Corcovado es extenso y mis camaradas excursionistas están satisfechos de contemplar al Melimoyu, pero yo quiero acercarme a él en una embarcación de pescadores chilenos tocados por la gracia de la hermandad de nuestros pueblos, hermandad forjada en leyendas afines y en mitos compartidos, en que el norte con sus desiertos y cañones abre los arcanos que las capas de hielo cierran en el continente Antártico, de tal forma que he de decir como imaginario enlace cultural de México en Chile, siguiendo a Miguel Serrano en la India: “Vengo a estrechar la pureza amorosa del Popocatépelt con el casco invencible del Melimoyu”.

Me acerco al Melimoyu y los pescadores en una lancha me dan permiso solo de descender sobre su falda. Recojo unas piedras que guardo y que serán un oráculo de la geomancia que adivina la suerte de los hombres. Insisto al retornar con los excursionistas en que la Ciudad de los Césares, Elelín, Trapalandia de Chile- Atlántida tienen sus ciudades míticas gemelas en Cíbola, Quivira, el Dorado en la Nueva España y el México Imperial, lo que he repetido por esa comunión íntima que nos vincula en la entraña de los volcanes y de la sangre.

Uno de los excursionistas me pide que le muestre las piedras que he recogido; las lanza y me mira con desconsuelo: “Aún vivirás como un hombre viejo y esos andrajos tendrás que arrancarlos de tu alma, sufrirás y serás despojado”. Lo miro a sus ojos negrísimos y comprendo que la sombra no se alejará hasta que la peregrinación la haga en mí mismo. Y observo, desolado, mis manos vacías.