El migrante que cruzó el país en silla de ruedas

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Política
Eduardo Grijalva
Foto: Israel Piña

Se llama Eduardo Grijalva y tiene 62 años. Para evadir el temor se repite a sí mismo un salmo que aprendió de memoria en su iglesia. Es el cántico 121: “Levantaré mis ojos a los montes; / ¿de dónde vendrá mi socorro? (…) / El señor guardará tu salida y tu entrada / desde ahora y para siempre”. El hombre de piel morena huye de la violencia que azota Guatemala. Lleva sólo 10 dólares en la bolsa y una silla de ruedas para atravesar México.

Eduardo Grijalva se fue de su país porque no sabía cuántas veces más podía salvarse de la muerte, como se salvó la madrugada del 7 de marzo de 2014. Ese día, el hombre le hizo compañía a su hija menor hasta la 1:20 horas mientras ella hacía sus tareas escolares. Veinticinco minutos después de que se fue a dormir, se escucharon disparos: dos balas vinieron de la calle y atravesaron el zaguán negro de metal hasta impactarse en el sillón individual color beige que él había ocupado apenas unos minutos antes. En el muro quedaron varios impactos más.


La adolescente de 17 años seguía en la sala, recostada en el sillón grande. No salió herida, sólo se quedó muda por unos minutos. Don Eduardo le preguntó si estaba bien, pero ella no pudo articular palabra alguna. Todos guardaron silencio durante unos minutos, hasta que se aseguraron de que los agresores no estaban afuera de la casa. Luego llamaron a la Policía. Marcaron una y otra vez porque ninguna patrulla llegaba. A las 4:00 horas sonó el teléfono, eran agentes de la comandancia para preguntar si aún tenían el mismo problema. Hasta las 5:00 horas se presentaron las unidades, tardaron casi cuatro horas en aparecer, en atravesar las dos cuadras que hay entre la gendarmería y la casa de los Grijalva.

Ya habían amenazado a Eduardo Grijalva porque no pagaba el derecho de piso o, como dicen en Centroamérica, el impuesto de guerra, dinero que las pandillas exigen a los comerciantes para sostener económicamente los enfrentamientos con los grupos rivales. No es más que una extorsión. Y no pagaba porque ya no tenía su taller de electrónica, lo había cerrado justo por la inseguridad que azota Guatemala. Sabía que esa agresión se debía a esa circunstancia y que las autoridades no harían nada.

Centroamérica es la segunda región más violenta del planeta. Mientras que la tasa mundial de homicidios en 2013 fue de 6 por cada 100 mil habitantes, en esa zona fue de 26 muertes, según el Estudio mundial sobre el homicidio 2013, publicado por la ONU el año pasado. En Guatemala, fue de 39.9. El repunte de los homicidios a partir de 2007, se debe a “los altos niveles de violencia relacionada con el crimen organizado (…), cambios en los patrones de tráfico de drogas y la violencia de pandillas”, dice el documento. La tasa de homicidios en Guatemala, El Salvador y Honduras es más alta que la de países conflictivos como Irak, Irán y Afganistán.

“Buscaba la vida”

Eduardo Grijalva nació en 1952 en el municipio de Comapa, perteneciente al departamento de Jutiapa, al oriente de Guatemala. A los 7 años le diagnosticaron artritis y le dijeron que no tenía remedio, que incluso empeoraría. A los 24 años se mudó a la capital y unos meses después la enfermedad lo obligó a usar silla de ruedas para siempre. “Buscaba la vida y encontré la muerte”, pensó al verse postrado en la silla. Luego se repuso y comenzó a estudiar una carrera técnica. Cinco años después de que dejó de caminar, en 1981, se graduó como Técnico en Radio y Televisión. Ya estaba casado con Fryda Sagastume, una mujer que conoció desde los 16 años en su pueblo natal.

“Cuando yo me gradué traté de encontrar trabajo en las empresas y me dijeron: ‘no, aquí no cabes con una silla de ruedas, por tus limitaciones no hay lugar para ti’”. Entonces montó un taller propio. Y lo montó dos veces porque en cierta ocasión fue víctima de un robo, se llevaron todo su equipo, y tuvo que volverlo a poner. Trabajaba en su taller y estudiaba al mismo tiempo. En 1987 terminó el bachillerato. Nueve años más tarde entró a la Universidad de San Carlos de Guatemala, quiso estudiar derecho, pero sólo cursó un año.

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Camino a México

Con Eduardo Grijalva se fue Eduardo Misael, su hijo mayor. Eran las 6 de la mañana del 11 de abril de 2014 cuando dejaron su casa, casi un mes después de la agresión. Los dos se montaron a un camión que tomó camino a Chiapas. El joven de 27 años pagó 800 quetzales por los dos pasajes: alrededor de 110 dólares por casi siete horas y más de 530 kilómetros de camino entre la capital de su país y la frontera con México. Planearon entrar a México por Tapachula y continuar hasta Arriaga en un solo viaje. Así fue, llegaron en combi. Luego verían cuál ruta tomar hacia la capital del país.

Pero él único que tomó la decisión de avanzar hasta el Distrito Federal fue don Eduardo porque su hijo no quiso seguir porque había problemas con la familia y se devolvió a Guatemala. “Yo viajo solo y hasta donde pueda lo voy a hacer”, al fin y al cabo no era la primera vez que lo hacía.

Primer viaje a EUA

Eduardo Grijalva salió por primera vez de su país el 20 de enero de 1997, se fue por carretera hasta Arriaga, Chiapas, y de ahí viajó en tren hasta Mexicali. Entró a la Unión Americana a bordo de una pick up, mostró papeles falsos que un hermano le consiguió. El 1 de febrero de ese año ya estaba en Los Ángeles. “Me fui con el corazón despedazado por dejar a mis hijos, pero la meta era completar lo de mi terreno para que ellos tuvieran un lugar dónde vivir”. Trabajó durante 14 meses y volvió a su país porque “la delincuencia no era tan grande como hoy, se podía vivir en Guatemala; ahora ya no”, explica, “y además estaba más joven, los años no eran tantos”.

Con el dinero ahorrado compró un terreno ubicado en la colonia Río Azul, a 17 kilómetros de la ciudad de Guatemala. Le costó 35 mil quetzales. Y también montó otra vez su taller de reparación de aparatos electrónicos. Trabajó ahí de 1998 a 2011, cuando lo cerró por la inseguridad y porque a sus casi 60 años la vista ya se le había cansado. Para mantenerse, vendió suplementos alimenticios durante tres años. Los gastos ya no eran tantos como hace años, pues sus dos hijos ya habían hecho su vida con sus propias familias y sus dos hijas ya trabajaban. La de 20 años es enfermera y la de 17 paga sus propios estudios de secretariado. Pudo sobrevivir con ese trabajo, pero no lo haría con las pandillas acosándolo. “A la persona que logra hacerse de algo, lo extorsionan”, dice. Por eso salió de nuevo y por eso decidió continuar el camino, aunque fuera sin su hijo.

Solo hasta la ciudad

Eduardo Grijalva avanzó hasta Ixtepec, Oaxaca, una de las dos rutas que toman los migrantes que avanzan hacia la capital de México. La otra es por Tenosique, Tabasco. Avanzó es un decir porque tomó la combi equivocada que lo hizo retroceder unos 25 kilómetros hasta Tonalá, Chiapas. Regresó a Arriaga y, entonces sí, tomó un camión hasta Juchitán. Ahí llegó ya sin su hjo la noche del miércoles 16 de abril de 2014. Durmió un rato en la terminal de autobuses y de madrugada salió hacia Ixtepec, a donde llegó a las seis de la mañana. En esa ciudad pasó tres días en el albergue Hogar de la Misericordia. El 20 de abril se unió al Viacrucis del Migrante junto con 65 personas que estaban en la casa-hogar. El padre encargado del lugar pagó la renta del camión de pasajeros que llevaría a ese grupo de migrantes hasta la Ciudad de México.

Entre 2007 y 2013, un total de 557,388 migrantes centroamericanos fueron detenidos en México, según el Instituto Nacional de Migración. De esos, el 47.05% eran guatemaltecos, como Eduardo Grijalva. Los hondureños representaron el 35.8%, mientras que los originarios de El Salvador alcanzaron el 15.75%. La cifra restante pertenece a los migrantes de Belice, Costa Rica, Nicaragua y Panamá. La migración centroamericana irregular representa el 93% de la migración total a México.

Migrantes centroamericanos detenidos en México

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Fuente: INM

El grupo de centroamericanos que salió del Hogar de la Misericordia llegó el 25 de abril a la capital mexicana. Eduardo Grijalva atravesó 1,250 kilómetros desde que salió de su casa y la mitad del camino lo hizo sin dinero. Hubo gente que le ayudó a subir y bajar de los camiones y hubo quien le dio de comer. Su primera noche en la ciudad la pasó en el albergue de las Josefinas, ubicado en la zona norte, ahí le regalaron un poco de ropa y hasta una gorra. Como el resto de sus compañeros, enfermó de diarrea por un arroz descompuesto que comieron. Ya aliviados, un par de días después, los migrantes con los que llegó avanzaron hacia Estados Unidos; él se quedó, ese era su objetivo. “Me quiero quedar en México, no quiero ser una carga para el gobierno, quiero contribuir al desarrollo económico”. Nunca ha sido una carga para nadie.

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