La reforma política que no seguirá

Juan Gabriel Valencia
Columnas
Sesión congreso
Foto: Cuartoscuro

Pocas cosas son tan negativas a la existencia de una genuina democracia como el miedo y la desconfianza de los demócratas y autollamados demócratas al ejercicio cabal de las libertades que la democracia supone.

Si uno revisa las reformas electorales en todo el país desde 1977 hasta febrero de 2014 encontrará algunos comunes denominadores en ellas, todos contrarios a los principios elementales de liberalización, generalidad, permanencia, transparencia, simplificación, accesibilidad al ciudadano medio, eficaz gestionabilidad y verdadero interés público.

En 1978 se aplaudía y celebraba que la izquierda tuviera reconocimiento de ley y, por tanto, de legalidad. Poco se dice de la maraña de trámites y requisitos para partidos políticos y candidaturas, así como del complejo andamiaje interconstruido de candados y temores institucionales en la integración de los órganos de gobierno y de las instancias del poder político. Era la coyuntura de la válvula de escape legislativa para la sorda crisis política de los setentas del país.

Ese principio, el de la coyuntura, ha regido en la confección de todas las reformas electorales que le han seguido, a modo de conciliación entre los intereses autocomplacientes de quienes están en el poder y de quienes quedaron inconformes en el resultado electoral más reciente previo a esa reforma.

Así, todo lo provisional de la coyuntura se implanta con pretensiones de durabilidad legal en el tiempo, hasta que la política —coyuntural por definición— prevalezca sobre la vigencia y la intemporalidad de la norma haciendo valer el principio del arte de lo efímero.

Ignorancias

Como el gobierno era perverso y corrupto, había que construir gradualmente órganos autónomos ciudadanizados que organizaran con objetividad e imparcialidad las elecciones. ¿Autónomos de quién? No hay respuesta. ¿Con ciudadanos provenientes de qué planeta, ajenos a la basura rutinaria de la política mexicana? Misterio.

Como los intereses privados son eso, intereses, restrínjase al máximo el financiamiento privado a campañas y candidatos y trasládese la responsabilidad a la filantropía neutral y genuinamente democrática de los contribuyentes, es decir, al gasto y al financiamiento público (una vez más se comprueba que la suma de ignorancias individuales no es constitutiva de sabidurías colectivas).

Como los medios de información tanto impresos como electrónicos están al servicio de los poderosos, prohíbaseles que sus espacios se ocupen de propaganda adquirida por los postulantes hasta llegar, ahora, a que el solo hecho informativo transgreda la normatividad electoral, a juicio de una autoridad ciudadana y puedan ser objeto de sanciones administrativas y hasta penales.

Cualquier ciudadano de a pie puede hacer públicas sus aspiraciones a algún cargo, incluyendo a Andrés Manuel López Obrador, quien sin aspirar formalmente a ningún cargo en la elección más reciente apareció en más de un millón de spots después de 15 años en campaña.

En efecto. Como algunos han reclamado después de la elección del 7 de junio, urge una reforma electoral, omiten decir que distinta a todas las anteriores, en la que se privilegie la libertad de todos los actores políticos y económicos y el juicio último de un ciudadano que en el ejercicio de su voto nos recuerde que, aun cuando cotidianamente nos pese en nuestra interacción con otros ciudadanos, tienen certificación electoral de adultos y que también, al igual que los poderosos y los ciudadanos autónomos, tienen derecho al ejercicio y a la expresión de su libertad, como la entiendan. Sí, urge una reforma política que democratice y simplifique las reglas del juego.