UNO PARA TODOS Y TODOS PARA EL PÚBLICO

Reflexionar acerca de la generosidad y nobleza del trabajo colaborativo. 

Juan Carlos del Valle
Columnas
Rise of Flamenco en el Moody Performance Hall, Dallas.
Juan Carlos del Valle

Para mí siempre habrá una magia particular que se despierta al llegar a un escenario como lo hacen ellos —los actores, bailarines y músicos—: caminando en penumbras junto a poleas, andamios, utilería, lámparas y cables, para encontrar de frente un océano de butacas expectantes. Allí todo tiene un olor especial, un ritmo característico, su propia acústica y campo de visión.

La semana pasada viajé a la ciudad de Dallas, tras haber sido invitado por Grover Wilkins, director de la Orquesta de la Nueva España, para aportar el arte escenográfico a su más reciente producción, Rise of Flamenco, con la participación de la Compañía de Danza del célebre bailarín español Daniel Doña y de la Yjastros Flamenco Company of Albuquerque en el Moody Performance Hall, en el Distrito de las Artes.

No es la primera vez que colaboro con Wilkins en esta sala de conciertos. La anterior fue justo hace dos años en una puesta en escena llamada Misa Flamenca: Seville &Dance, from Cathedral to the Street donde, de forma similar a esta ocasión, el director integró música barroca y flamenco en una complicidad efectiva entre música, danza y pintura. Debido a mi formación en la escuela tradicional española de pintura y a una afinidad musical y estética, el encuentro ha sido natural.

Igual que hace dos años, me senté en una de las 750 butacas vacías para ver el primer ensayo acompañado de una selección de mis pinturas proyectadas en el escenario.

Una vez más me maravilló el orden, pulcritud e impecable funcionamiento de la sala, operado eficientemente por dos profesionales del ámbito teatral, Ryan Burkle y John Ruegsegger, quienes se encargaron de todo: desde la iluminación y el sonido, hasta el orden de aparición del reparto para los saludos al público.

Hace algún tiempo, en una conversación con otros amigos artistas, debatíamos sobre qué gremio artístico es más egocéntrico: el de la pintura, la danza, la actuación, la literatura o la música. Alguien en la mesa dijo: “Tiene que ser el pintor, sin duda, ya que trabaja solo”. No estoy necesariamente de acuerdo, pero en mi caso al menos es cierto que casi siempre trabajo en soledad y mi proceso creativo es profundamente introspectivo y meditativo, separado del mundo exterior. En cambio los bailarines y los músicos están acostumbrados a trabajar con un cuerpo de baile u orquesta.

Por otro lado, la pintura es arrogantemente objetual: se puede ver la materia, tocarla, atesorarla y conservarla por siglos. En contraste, las artes escénicas tienen la desconcertante cualidad de lo efímero: están necesariamente supeditadas al tiempo para poder existir y una vez que se acaba la función no volverá jamás ni se puede poseer. Los registros que se hacen en audio y video se convierten en meros ecos, recordatorios de su inmaterialidad.

Unidad

Para mí sin duda ha sido un aprendizaje interesante participar en este tipo de proyectos ya que me han dado la oportunidad de reflexionar acerca de la generosidad y nobleza del trabajo colaborativo.

A pesar de tratarse de un grupo de bailarines y músicos de extraordinario nivel, para quienes podría ser tentador convertir el espectáculo en una exhibición ostentosa de su talento individual, ocurrió el maravilloso fenómeno inverso: cada una de las partes buscó siempre el beneficio del todo, a veces incluso en detrimento del brillo personal. Es decir, la vanidad del individuo se puso al servicio de un producto cultural de alta calidad concebido puntualmente para el público con un resultado profundamente conmovedor.

El equipo creativo con el que tuve la fortuna de colaborar la semana pasada es un buen ejemplo de ejecución eficiente y, sobre todo, de la supeditación del ego en beneficio de la unidad. Para Richard Wagner la armonía perfecta de la obra de arte total, es decir, la síntesis armoniosa de la pintura, arquitectura, danza y música, solo podía existir en una sociedad funcional. En la agitada coyuntura política y social que vivimos actualmente los proyectos interdisciplinarios y multiculturales nos permiten aspirar, al igual que lo hacía Wagner, a una sociedad incluyente que se entrega al bien común, se enriquece con las diferencias, celebra la diversidad y se une afectivamente a través del arte.