Y AÚN DICEN QUE EL PESCADO ES CARO…

Juan Carlos del Valle
Columnas
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Juan Carlos del Valle

En 1894 Joaquín Sorolla pintó su emblemático cuadro ¡Aún dicen que el pescado es caro! El título de la pintura alude a la novela Flor de mayo, escrita por Vicente Blasco Ibáñez, al final de la cual se narra la muerte de un joven pescador en el mar. Su tía se lamenta de lo sucedido exclamando: “¡Que viniesen allí todas las zorras que regateaban al comprar en la pescadería! ¿Aún les parecía caro el pescado? ¡A duro debía costar la libra!”

Recuerdo esta obra y su contundente mensaje cada vez que me enfrento a la sorpresa, y a veces la abierta indignación, de quienes piensan que los artistas no deberían recibir un pago justo por su trabajo. No se puede probar comida en un restaurante sin pagarla, ni recibir la asesoría legal de un abogado ni regatear con el cajero para llevarse a casa un producto del supermercado. Sin embargo todo aquel que se dedica al trabajo creativo se encuentra constantemente ante el dilema de tener que menospreciar su obra o incluso trabajar gratis.

En vez de remuneración económica los posibles clientes o socios del artista le ofrecen retribuciones ambiguas pero sin duda tentadoras, tales como las siguientes:

Publicidad “No te puedo pagar pero mucha gente verá tu obra”.

Relaciones “No te puedo pagar pero vas a conocer mucha gente importante a través de este proyecto”.

Posibilidad de colaboraciones futuras “No te puedo pagar pero este proyecto te abrirá las puertas para otros proyectos (en los cuales tampoco te pagarán)”.

Prestigio “No te puedo pagar pero asociarte con mi espacio o empresa o marca te dará mucha fama y buena reputación”.

Altruismo “No te puedo pagar pero al donar tu obra estarás apoyando esta noble causa”.

Abuso

Si bien es cierto que existen raras ocasiones en las que es posible llegar a un intercambio de valores de esta naturaleza que sea equitativo, digno y de mutuo beneficio la realidad es que la gran mayoría de las veces el artista es manipulado y amenazado, y sucumbe ante el miedo y la culpa de perder el contacto que daría la vuelta a su carrera o dejar ir la exposición que finalmente lo haría famoso. Por eso invierte tiempo, esfuerzo y, sí, también dinero de su bolsillo en aras de mostrar y promover su obra. Y aun si fuera cierto que a cambio de donar su trabajo obtuvo publicidad, buenas relaciones, más proyectos, prestigio o haber apoyado alguna noble causa nada de lo anterior se puede comer ni paga las cuentas.

Existe un abuso sistémico hacia el artista en el que participan la sociedad, la iniciativa privada y las instituciones públicas. Y lo más insólito es que dicha relación está perpetuada y normalizada, también, por artistas que no solamente aceptan sino que compiten ferozmente por lograr estos tratos injustos, justificándolos, disculpándolos y agradeciéndolos: mejor participar así a no tener nada.

Producto de que no hay un mercado lo suficientemente activo que le garantice ingresos estables el artista no tiene poder de negociación ni está en posición de defender el valor de su trabajo.

No se paga por lo que no se valora y hoy son pocos los que valoran el arte. Hay un desconocimiento generalizado respecto de lo que cuestan los insumos y materiales para crear una obra de arte, así como los años de estudio y conocimientos del artista —algo parecido al pescador retratado por Sorolla. Y en un sentido más trascendental, no se entiende la importancia de la expresión artística como elemento universal, atemporal, inherente y necesario para la supervivencia y el desarrollo vital del ser humano.