NO HAY ARTE, HAY ARTISTAS

El buen oficio dejó de ser un valor en favor de una hipotética apertura.

Juan Carlos del Valle
Columnas
 Yo mero I. Óleo sobre lienzo, 60x50 cm.
Juan Carlos del Valle

Actualmente hablar de la factura o el oficio de una obra de arte parece totalmente innecesario y anticuado. Sin embargo, durante varios siglos las academias, modelo de institución artística por excelencia, se ocuparon de regular precisamente eso: los valores no solo conceptuales sino estéticos, plásticos y formales de lo que constituía una obra de arte. De esta manera las academias fueron esenciales en el desarrollo y la dignificación de la profesión del artista. Surgieron producto de la necesidad de los artistas de diferenciarse de los oficios mecánicos, manuales y meramente artesanales al reivindicar también su carácter intelectual.

A finales del siglo XIX los estándares académicos fueron fuertemente cuestionados. Para ese momento las academias se habían convertido en sinónimo de organismos vetustos, monopólicos, coercitivos de la libertad creativa e instrumento de la regulación oficial del gusto. Algunos artistas, como los prerrafaelitas en Inglaterra o los impresionistas y los realistas en Francia, empezaron a buscar y promover un cambio. Estos cambios se tradujeron en la aparición de grupos de artistas independientes que devinieron en lo que hoy llamamos las vanguardias artísticas.

Cuando la famosa pintura de Marcel Duchamp Desnudo bajando la escalera fue rechazada en el Salón de los Independientes de París en 1912 el artista se sintió tan decepcionado del sistema artístico de su tiempo, que renunció a la pintura para siempre. Planteó una aguda crítica a este sistema a través de objetos cotidianos, neutros, ajenos al gusto. “El gusto —decía Duchamp— es una costumbre, la repetición de una cosa ya aceptada. Si se empieza de nuevo varias veces alguna cosa se convierte en el gusto”.

De esta manera Duchamp abrió una caja de Pandora; transgredió las normas básicas del arte, cuestionó principios estéticos que se asumían como ciertos y se implantó la figura del crítico como artista y el artista como crítico.

Espejismo

Así, se detonaron inevitablemente los nuevos criterios artísticos, o más bien, los anticriterios. Es decir: todo puede ser arte y todo hombre es un artista. Y una nueva academia, tan opresiva como las anteriores, aunque llamada de otra manera, se forjó en torno de esta supuesta libertad. El buen oficio —malentendido como una limitación creativa— dejó de ser un valor en favor de una hipotética apertura. Estos anticriterios, sin embargo, han dado pie a que existan un sinfín de improvisados que navegan con bandera de artistas. Algo similar ha ocurrido con las redes sociales que permiten que todos tengan una voz. Y no obstante la apertura que generan estas plataformas no todo mundo tiene necesariamente la capacidad o el interés de decir algo relevante. Para muestra basta ver la cantidad de “influenciadores” insulsos que inundan las redes de contenidos basura. En otras palabras: el estándar de absoluta libertad no implica que todas las propuestas sean significativas —aunque haya un mercado que frecuentemente genere el espejismo de que lo son.

En mi opinión, mientras más profundamente se domine un lenguaje —sea plástico, literario o de cualquier otra índole— más posibilidades de comunicación se abren y de mayor complejidad y claridad. La buena factura o la habilidad técnica no es en absoluto un factor restrictivo de la creatividad sino, por el contrario, es liberador. Es por esto que Duchamp pudo transitar legítima y libremente de la pintura al ready-made, de la misma manera que Malevich pasó de la figuración a la abstracción pura y monocromática del Blanco sobre blanco.

A la inversa: es falso que todo lo que tiene un buen oficio es forzosamente una obra de arte —como pasa a menudo con las artesanías o las artes aplicadas y decorativas. Una factura impecable no es equivalente ni excluyente de la cualidad artística, así como tampoco lo es, en un sentido o en otro, la extrema intelectualización que se ha instituido.

Quizás es inevitable que el arte, como un péndulo infinito, busque definirse para luego, sofocado, romper los límites de su propia definición. Pues incluso afirmar que todo es arte, es una definición. La cuestión es que no hay arte: hay artistas. Y en última instancia será el tiempo lo único que preserve y acompañe al arte, separándolo de todo lo demás.