El ambiente, de pronto, pesa más que la vida. En cada una de las mil vecindades, en cada una de las diez ciudades perdidas, en cada una de las accesorias de venta de llantas de “media vida” hay unos ojos que nos persiguen y unas voces que nos acosan y nos acusan: “¡Chale, a fisgonear a su casa!”; “Pa’mi ques tira…”
Es la colonia Pensil.
Es una antigua marchante del mercado “de la curva”, al que nadie conoce como “18 de Marzo”. Es el mejor parroquiano de la pulquería Los siete compadres y el recuerdo amargo de una tradición quebrada por la eterna crisis. Cuando el neutle se chocaba a vuelo de catrinas, cacarizas y tornillos. Cuando la botana era un jugoso chamorro o un gran pedazo de barbacoa.
Había una vez un Pensil Mexicano, edificado a imagen y semejanza de los lugares de recreo de las principales ciudades de Europa del siglo XVIII, cuyo atractivo era la exuberancia de sus jardines, que la sociedad virreinal de la Nueva España trajo para sí.
Solo que, para evitar aglomeraciones, la escondió.
El Pensil Mexicano —una casa de descanso, una capilla churrigueresca y un edén— nació en medio de un gran llano a la vera del río San Joaquín.
De aquello que fue solo queda un jirón en Lago Chiem 84: un apolillado remedo de portón; una cacariza barda almenada; un magnífico frontispicio con un copete esculpido en simétricos relieves barrocos que apuntan a un nicho vacío, y la única torre de lo que fuera magnífica capilla…
Al tránsito de los años los habitantes indígenas del antiguo pueblo tepaneca de Tacuba levantaron sus chozas al amparo del Pensil Mexicano. Y luego nació el barrio de Atolman. Y muchos años después la iglesia de Santa María Magdalena, y más tarde el Centro Deportivo Casas Alemán, la vidriería México, la fábrica de llantas General Popo y la Cervecería Modelo.
Y crecieron las vecindades. Y creció el rencor social. Y crecieron las pandillas. Y creció la leyenda negra: “A la Pensil —decían las ancianas poniendo la señal de la cruz con sus dedos— no hay que pasar de noche”.
Nostalgia
Y a la pulquería Los siete compadres le dieron la licencia número 87, aunque fue la primera en unir a los clientes más distinguidos en el sagrado compadrazgo de llevar a bendecir a la virgencita de Guadalupe del lugar…
Ahora ya no hay ni botana, lo mismo que en La Chiripa.
Como quiera que sea, la Pensil es una colonia devota de la nostalgia. Al cine José Alfredo Jiménez, por ejemplo, se le siguió llamando Naur. Y aquí todavía hay anuncios de “Se ponen cierres”.
Ahora que se murió la cervecería Las siete cabezas, aunque subsisten la cantina El Fogonazo, la lonchería El Pavito y el hotel Pensil.
El barrio compite con la Anáhuac o Santa Julia en la belleza de sus altares callejeros a la Virgen de Guadalupe. Y muchos creen que le gana, ya que los de aquí están encerrados en curiosas capillitas siempre limpias y pintadas.
De sus mejores recuerdos están las hazañas boxísticas de el Macetón Cabrera, su hijo más célebre.
Y las bardas con consignas políticas se despintan de volón pinpón.
Y pícale que ahí viene la tira...