Anciano de más de 80 años, el mercado Abelardo L. Rodríguez guarda aún entre sus arrugas, erosiones y goteras algo más que recuerdos: sus murales plasmados bajo la dirección del maestro Diego Rivera.
Ahí están aún, escondidas entre huacales, pesas, pilas, grietas y gritos, las firmas de los pintores Pablo O’Higgins, Antonio Pujol, Miguel Tzib, Ángel Bracho y las hermanas Marion y Grace Greenwood.
A veces la recreación del poder de las vitaminas. A veces un homenaje al maguey y al maíz… para terminar denostando la explotación de los mineros.
A veces la crónica del proceso de producción, distribución y consumo del maíz… para terminar denostando la miseria y la ingratitud.
A veces el ciclo del azúcar, de la siembra de la caña a la molienda… para terminar golpeando el rostro de los monopolizadores del dulce.
A veces la aventura del henequén… para terminar satirizando la barbarie del obispo de Yucatán, Diego de Landa, quien con un látigo en la derecha y una tea en la izquierda ordena la quema de los códices mayas.
Ubicado en la frontera entre dos añejos barrios: Loreto y el Carmen, alcanzando las calles de Venezuela, el Carmen, Rodríguez Puebla y el callejón Girón, sede alguna vez del Colegio de San Gregorio, el mercado Abelardo L. Rodríguez fue, en su momento, el mejor de América Latina.
Inaugurado el 29 de noviembre de 1934 por dos presidentes de la República, uno en funciones y otro electo, los generales Abelardo L. Rodríguez y Lázaro Cárdenas, el mercado se extendía en mil 450 metros cuadrados, encerrando 355 puestos.
El único de dos pisos. El único con guardería para hijos de los locatarios y eventos cívicos para la comunidad. El único de arquitectura neoclásica, herrería de influencia francesa y arcos centenarios. Su costo: un millón 354 mil pesos… frente a los 20 mil 250 pagados por los murales.
Testigos
Aunque el Departamento Central, encabezado por Aarón Sáenz, había puesto la mira en Diego Rivera para mezclar jitomates, cebollas, gritos y regateos con ideas revolucionarias, fue imposible convencerlo de bajar su tarifa de 87.50 pesos por metro cuadrado, más la raya de sus ayudantes… y los materiales.
La decisión, pues, fue encargarle la tarea a sus discípulos, a condición de que los bocetos fueran aprobados por el maestro.
Total, la tarea por metro cuadrado sería de solo 13.50 pesos, incluido el costo del acabado, el repellado especial y los andamios.
El caso es que al final cada quien hizo lo que se le pegó la gana, por más que el tema central era la nutrición.
Y el caso es que aunque el contrato, garantizado con una fianza de dos mil pesos que puso de su bolsa Rivera, estipulaba que los murales estarían listos el 1 de diciembre de 1935, se terminaron en mayo de 1937.
Descuidados hasta el deterioro por años, cubiertos alguna vez del polvo y la pátina con acrílicos, los murales serían testigos del baile a doble orquesta de los locatarios para festejar el fin de año.
Los hombres de pantalanes ceñidos con aletón de cuero y camisas blancas almidonadas; las mujeres de escandaloso vestido de popelina abultado con crinolinas y adornado con alforzas y encajes.
Y en el último jirón del barrio universitario el mercado le apagó la sed con base en atoles champurrados, tepaches o licuados de plátano, a los preparatorianos.
—¡Hay muraaales…!
—Pásele, marchante.