Como todo lo político en México se mueve como en cámara lenta, la desarticulación de la autoridad del Estado ha sido lenta y al parecer inevitable. Pero la pérdida de instrumentos de control autoritario del sistema no ha sido suplida por instancias democráticas. En este escenario se ha ampliado un enorme vacío de autoridad política que pudiera explicar los chicotazos autoritarios, la inmovilidad gubernamental y el desorden en el activismo social.
El peor error sería regresar al viejo autoritarismo del Estado, como lo revelan algunas acciones que han enredado más las cosas en lugar de resolverlas. El problema de fondo radica en que la desestatización política e institucional del Estado pudiera instalar de manera permanente el desacuerdo y el desorden y por tanto la imposibilidad para la que sería la primera prioridad del Estado: el bienestar social vía la actividad económica.
La crisis institucional del Estado comenzó en 1968 pero tuvo su primer aviso severo en 1988 y de plano estalló en 1994: la crisis en Tlatelolco acumuló contradicciones hasta la ruptura en el PRI en 1987 y la pérdida de la mayoría absoluta en la votación presidencial —Carlos Salinas de Gortari acreditó 50.3% en elecciones no creíbles—; la respuesta de Salinas fue reconstruir el aparato de fuerza del Estado pero sin entender la lógica de la desestatización económica que llevaría de modo natural a la desestatización política del Estado.
De 1994 a 2015 el país entró en la zona de transición democrática sin plan de vuelo y sin una base intelectual de apalancamiento: Salinas cedió poder por el alzamiento zapatista y el asesinato de Luis Donaldo Colosio; Ernesto Zedillo entregó otra parte del poder para la aprobación de su programa anticrisis y Vicente Fox y Felipe Calderón nunca entendieron la dinámica de la transición y la necesidad de la instauración de un nuevo sistema/régimen/Estado porque el PAN nació de las entrañas de la parte “decente” de la Revolución Mexicana y, por tanto, formaba parte del mismo pensamiento histórico.
Dimensión
Ahora se delinean con exactitud las reformas estructurales, pero sin atender el efecto económico en la correlación de fuerzas políticas y sociales, el mismo error de Salinas y su modelo de neoliberalismo globalizador. En ese largo tiempo histórico de 20 años se avanzó a ciegas con correcciones irrelevantes sobre la marcha.
El Estado actual ha perdido su destino y su autoridad. Carece de un gobierno dinámico, no hay entendimiento entre las fuerzas sociales y políticas, nadie está pensando en la necesidad de un nuevo consenso posrevolucionario, el gobierno no sabe informar, el PRI como partido del gobierno y aún del Estado perdió su espacio social y no se entiende ni a sí mismo y la sociedad civil ve en el Estado al enemigo.
Esta situación explica la dimensión profunda y el horizonte de la crisis nacional. Las reformas económicas se han implementado desde 1982 sin atender a sus efectos distorsionadores en la política y la sociedad y por eso han fracasado aun en sus posibilidades limitadas de éxito. La clase política priista se agobia en 2018 como si pudiera ser —que no lo será— un proceso más como los del pasado y la oposición sigue viendo hacia atrás y hacia sus propios rencores y está perdiendo la enésima oportunidad de liderar el cambio de sistema/régimen/Estado.
El problema de México es el Estado… pero parece que nadie quiere percatarse de ello.