Quinteto en La mayor para clarinete y cuerdas de Mozart

Este quinteto representa no nada más un momento sublime en el repertorio del clarinete, sino de ese viejo concepto de la amistad

Eusebio Ruvalcaba
Columnas
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Clarinete
Foto: Vereshchagin Dmitry

Pocos compositores tan proclives al ejercicio de la amistad como Mozart. A la inversa de, digamos, Beethoven, que por la gravedad de su carácter —por no decir lo atormentado de su existencia— se inclinaba por la misantropía; Mozart en cambio tendía lazos de afecto con todo tipo de personas, se tratara de músicos o de lo que hoy podríamos llamar cualquier hombre de la calle.

Y esta característica la conservó a lo largo de toda su vida, aun en momentos de profunda tristeza. Se daba por completo, sobre todo si aquella persona entendía la alegría de vivir de su corazón, que es decir su música. Bien dice Phillipe Sollers: “Mozart era el hombre más amable del mundo. Y cuando encontraba alguien que podía entender su arte, podía tocar durante horas para el hombre más insignificante y más desconocido”.

Pues bien, este quinteto —que en más de un sentido inspiraría al de Brahms, su gran sucesor— significa el apretón de manos de dos hombres: Mozart y Anton Stadler, el clarinetista que se sentía unido a Mozart por el lado de la masonería y del amor fraternal más fuerte. (Mozart compuso esta obra cuando atravesaba una dolorosa crisis financiera y sin embargo logró prestarle a su amigo Stadler 500 florines. ¿Cómo le hizo?, ¿de dónde los obtuvo? Sus biógrafos no lo explican). Pero no se piense que Anton Stadler era un simple ejecutante del clarinete. Su dominio técnico del instrumento —que en ese ínter abría los ojos a la modernidad como una de las grandes posibilidades en el registro de instrumentos de viento—, más una musicalidad que contagiaba al oyente, contribuyó en buena medida a que Mozart compusiera para él, o cuando menos para que él las tocara, tres obras que figuran entre las más importantes para el clarinete: el quinteto que nos ocupa, el trío para clarinete, viola y piano llamado Kegelstatt o Trío de los bolos en Mi bemol mayor K 498, y el concierto en La mayor para clarinete K 622.

Calificado como “una de las páginas más dulces y sentidas de la historia de la música, este quinteto vio la luz luego de una estadía de Mozart en el balneario de Baden, a donde Mozart acudía con su esposa Constanze para curarse en las aguas termales. En ese entonces, septiembre de 1789, Mozart, cuya existencia se apagaría dos años más tarde, vivía al límite de la desesperación, abatido por la soledad y los escollos económicos a los cuales no les veía solución posible. Sumido, pues, en la más terrible congoja, escribe esta obra maestra como un canto de gratitud, una plegaria a la sencillez y la generosidad de la vida. Desde las notas iniciales del quinteto, el escucha se sumerge en una suerte de diálogo dramático, rubricado por la limpidez y la ternura, tan caras a Mozart.

Esta fusión tímbrica aumenta en intensidad hasta que quien oye queda inmerso en el pensamiento mozartiano, en el principio de la música misma. Acaso por eso Cioran, en una de esas frases suyas que reúnen conocimiento y experiencia, dijo de esta obra que había marcado su vida.

Discografía

Las cuerdas (dos violines, viola y violonchelo) y el clarinete producen una textura solo equiparable a los abrigos de marta de Rembrandt pintaba en sus cuadros de los señores acaudalados. Se recomienda la versión del Cuarteto Budapest con Benny Goodman (Sony), o la sin par del Cuarteto Amadeus con Gervase de Peyer en el sello Erato.