LOS FUTUROS CANCELADOS

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Columnas
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En un mundo globalizado, con poderosos movimientos comerciales y de capital, es casi impensable, si no imposible, que el Estado se erija como el único rector de la economía en una nación soberana. Así, los instrumentos de política económica deberán atender a la lógica contextual y al criterio de oportunidad en un escenario donde las condiciones mundiales se tornan adversas.

Como nunca, el decrecimiento generalizado y paulatino provocado por la pandemia de Covid-19 obliga a los Estados a ser promotores activos de nuevas vías de inversión privada y, en menor medida, de esquemas mixtos que incentiven la generación de empleos y la reactivación de las cadenas de producción, pero que sobre todo contribuyan por igual a la generación de confianza como condición necesaria para esa anhelada inversión.

Sin embargo los esquemas de presupuestación para la inversión productiva se topan con una traba adicional. La temporalidad para el destino de los recursos es una limitante jurídica porque los mismos solo pueden encasillarse dentro del proceso constitucional correspondiente al Legislativo a efecto de contar con un presupuesto anual.

Lo anterior no reduce de ninguna forma las necesidades que en diversas actividades trascienden año con año. Es ahí donde un fideicomiso se presenta como una figura que puede proveer de la suficiencia presupuestal pactada más allá de la frontera de la consideración del Legislativo en un Presupuesto de Egresos. De tal forma que hasta hace pocos días existía una certeza mínima de que un amplio catálogo de apoyos a cineastas, deportistas, protectores de derechos humanos, periodistas y, por igual, aquellos destinados a la ciencia y la protección civil no estarían peligrosamente sujetos a la disponibilidad de recursos anuales o peor aún al criterio con tintes políticos a veces poco o mal informado.

Inversión

Con la extinción de más de una centena de fideicomisos el gobierno federal parecería que se da un balazo en el pie. Ante tal acción cancela la flexibilidad para la provisión futura de recursos suficientes en rubros que por definición son de impredecible comportamiento, como las contingencias ambientales. Además cierra de tajo la posibilidad de capitalizar los cometidos con fondos provenientes de sectores distintos al público. Hasta hace días instituciones y particulares podían aportar dinero a los fideicomisos.

Tampoco se podrá ya promover la autogeneración de recursos por parte de dependencias o entidades; sencillamente se deja todo al arbitrio del Estado por medio de la propuesta del Ejecutivo y el reacomodo y sanción del Legislativo.

Es entendible la necesidad tan apremiante que existe por hacerse de fondos que puedan dar suficiencia a programas sociales y proyectos prioritarios, sobre todo, como establecimos, en un contexto donde la economía no está en su mejor momento. Lo que no es entendible es que se les cancele el futuro a todos aquellos que de una forma u otra encontraron impulso en este tipo de figuras.

Es cierto también que bien pudieron existir excesos, abusos y corrupción en su manejo, pero ello no se sopesa en la balanza cuando los problemas financieros generados pesan más en el otro plato. Si esa es la principal razón no olvidemos que tampoco los fideicomisos se encontraban al garete: todos por obligación legal debían contar con un Comité Técnico cuyo actuar financiero era plenamente auditable por la Secretaría de la Función Pública, así como por la propia Auditoría Superior de la Federación. Es ahí donde el argumento anticorrupción se debilita y prevalece la notoria urgencia por el dinero existente.

Invertir en el futuro multidisciplinariamente ha sido una fórmula infalible para la prosperidad incluyente. En la Florencia del reluciente siglo XV se experimentó un cambio de paradigma en la enseñanza, el conocimiento y en consecuencia en la economía. Ahí la familia Medici, y subrayadamente Lorenzo El magnífico, apostaron a la inversión de grandes capitales para la ciencia, las artes, la docencia y la innovación. A la postre el llamado efecto Medici propició nada más ni nada menos que el Renacimiento mismo. Una etapa plena de luz y creciente bonanza que cambió profundamente la forma de ver el mundo. Así, encumbrando mediante confianza y apoyo a aquellos emprendedores e inquietos soñadores se logró una transformación positiva sin paralelo alguno. México por igual quisiera y merece ver esa luz en un túnel donde el final del mismo se avista sumamente lejano.

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