Cuánta confusión campea entre quienes piensan que “ser oposición” en un régimen democrático es fungir como un otorgador de negativas sistemáticas a todos y cada uno de los planteamientos que devienen de la función de gobernar. Nada más tergiversado que ello: una oposición política responsable versa sobre la procuración de equilibrios necesarios dentro de un sistema de democracia.
El opositor es un fiel de la balanza que no concede terreno a la ilegalidad o el exceso de la autoridad, pero con su actuación promueve a su vez el apego al Estado de Derecho y el perfeccionamiento del régimen democrático.
Si partimos de los conceptos de Giovani Sartori en su ensayo El pluralismo polarizado en los parlamentos europeos encontramos la raíz que lleva a adjetivar a la oposición como “responsable o irresponsable”. En ese parámetro mucho tiene que ver la posibilidad que existe para acceder plenamente al poder. Sartori establece cómo a mayores posibilidades de acceso al poder, aunadas a un sistema de rendición de cuentas efectivo, la oposición tiende al apego a la legalidad, la responsabilidad y en consecuencia a la actuación genuina que detenta causas y genera legitimidad.
Contrario a ello, la oposición que vea reducidas sus capacidades de conquistar el poder político tiende a estar del lado de la simulación, que solamente obedece a los intereses del gobierno en turno.
Aunado a Sartori, el connotado jurista Ricardo Haro establece en su obra Constitución, poder y control que una oposición puede preciarse de cumplir con su función fundamental de equilibrio cuando la misma ejerce actos de colaboración, actos de control y actos de contestación.
Identidad
En el primer caso, en el ejercicio de esa responsabilidad requerida puede allanarse a propuestas que se encaucen a un fin supremo para el bienestar de la sociedad y el Estado. En el caso segundo, el control es un ejercicio que favorece el acotamiento de actos de gobierno que pueden resultar excesivos. Y finalmente, el acto de contestación es la acción debida para aportar los argumentos suficientes, mismos que deben encontrar sonoro eco para que los mismos se analicen y contrapongan por el raciocinio social.
Con enorme claridad se visualiza el caso mexicano cuando se le impone este tipo de análisis académico. El problema sobre una escasez generalizada por sostener con convicción principios e ideología para definirse con solidez dentro de la política es el punto de partida que concede permiso para que el político mexicano pueda tener un apego volátil a un partido político. La gran mayoría de representantes legislativos o gobernantes no conocen con suficiencia los fundamentos que dan origen al color de la política que ellos mismos representan. En consecuencia, esa honda crisis de identidad dibuja políticos cuyo actuar se rige por la conveniencia más que por la convicción.
Por otra parte, esa actuación errática se percibe como incongruencia, misma que tanto se repudia en lo colectivo.
Estamos ante una crisis generalizada de credibilidad que pesa sobre el poder público, las instituciones (con honrosas excepciones) y subrayadamente sobre los políticos. Si a ello sumamos algunas características particulares de la circunstancia y momento no es de extrañar que la percepción generalizada sea que en el país se cuenta con una oposición endeble. Ejemplos sobran, y bien podríamos mencionar los siguientes:
No existe una alianza fincada en la convicción de las causas ni en la solidez de la empatía ideológica en la política. La conveniencia de aliarse es única y exclusivamente con fines de ganancia electoral. En el caso de la gran alianza opositora mexicana están más preocupados en cuánto representará la repartición de ubicaciones ante lo conquistado electoralmente, que en la propuesta de fondo para la solución de problemas en lo general.
Tampoco existe un hilo conductor que amalgame una alianza. La narrativa es dispersa y en muchas ocasiones raya en tonos auténticamente revanchistas.
No existe credibilidad plena ni legitimidad sobre una figura carismática. Al menos en el horizonte aún se ve sumamente borroso quién podrá portar con solvencia la bandera del cambio. Solamente se asoman ambiciones que, en el caso del dirigente priista, aterrizan ridículamente en la ambición sin límite.
Pero antes del hombre o la mujer, las ideas. ¿Quién está a la altura?