La gran discusión sobre la conservación de la figura jurídica conocida como prisión preventiva oficiosa viene a poner duras tensiones entre justicia y seguridad. Y es totalmente cierto que el mero hecho de enviar a mansalva a prisión a todo aquel que cometa un delito no impacta necesariamente en una reducción tangible de la actividad criminal en una sociedad.
En otro polo de esa posible situación, un país se vuelve mucho más injusto y sistemáticamente violador de derechos humanos si se encarcela sin sólidos elementos de probanza y justificación.
Ahí es donde se ha dejado peligrosamente el espacio para que la parte acusatoria representada por el Estado, encargada de la integración de investigaciones, renuncie a su obligación de probar con solvencia que una persona amerite estar encarcelada mientras se desarrolla su proceso.
Y vaya que México acumula un problema complicado por mantener en reclusión a un número desbordado de personas. Hoy se estima que poco más de 92 mil personas se encuentran privadas de su libertad mediante la figura de la prisión preventiva. En términos coloquiales, primero encarcelamos y después averiguamos.
La comodidad para el aparato de procuración de justicia es enorme; sobre todo cuando las fiscalías se encuentran rebasadas por trabajo y menguadas por presupuesto. Sin embargo, a pesar del impulso que recientemente se le ha dado a la figura, la responsabilidad de las fiscalías para aportar los medios de justificación y probanza necesarios para que el juez estime si alguien debe permanecer recluido no se ha borrado de forma alguna.
Aquí es donde se coloca la pregunta que precisa de una obvia contestación: ¿se debe optar entre seguridad y justicia? La respuesta es que requerimos con urgencia y prontitud de ambas.
Realidad
Se requiere seguridad porque la ola de violencia y criminalidad que se vive no se detiene con una reclusión que de origen presenta cuestionamientos sobre su pertinencia y efectividad.
La ONU establece con el apoyo científico suficiente que un mayor incremento en el número de personas encarceladas no impacta de manera directa en los niveles de seguridad en un país. Lo anterior se precisa en estudios como Prevenir los conflictos, transformar la justicia y garantizar la paz. En concordancia con lo anterior la CIDH se pronuncia en lo específico al considerar que para efectos de combate a la inseguridad la figura de prisión preventiva oficiosa es absolutamente marginal. Se requiere seguridad porque es una deuda sin saldar.
Por otra parte, no hay duda que se requiere justicia. En nuestro país, según datos del INEGI, cerca de 42% de las personas que permanecen en centros de readaptación no compurgan una pena por sentencia. Es decir, aún siguen un proceso donde cabe la posibilidad de que sean inocentes. Sin un círculo de procuración y administración de justicia completos, lo que priva es el abuso y la ilegalidad.
El sistema penal se sometió a una amplia reforma en 2008. Ahí se privilegió la libertad de las personas y se confirió a las fiscalías la obligación de acreditar ante el juez la justificación por la cual, de acuerdo a las circunstancias de peligrosidad de un individuo, este debería permanecer en reclusión mientras durara su proceso en juicio. Se procuraron diversas medidas cautelares para que precisamente se evitara la evasión de la justicia por fuga.
Sin embargo, el malentendido y en muchos casos la comodidad de fiscales y jueces propicia que dicha valoración se haga sumamente a la ligera y se convierta en norma encarcelar a diestra y siniestra. Es donde existe un trabajo incompleto. Con los antecedentes de discusión que ya se tienen sobre el tema será una labor legislativa complementar el círculo que perfeccione esta medida ahora tan socorrida.
No se trata de desaparecer de manera absoluta la figura, pero es deseable redondear sus alcances y aplicación, contraponiéndola con una dura realidad que a su vez genera mayores imperfecciones para el sistema de justicia que los que en realidad alivia. Será labor en armonía de sociedad, legisladores, jueces y fiscales.