UN MES DE SINRAZÓN

“La saña y la perversidad se empiezan a asimilar como actos comunes”.

Guillermo Deloya
Columnas
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Desde la sique más remota del ser humano, ahí donde los miedos son profundos y se avizoran con cautela para no invocarlos, se construye la mitología y la fábula de aquellos que cabalgan para azotar con calamidad al mundo entero. Así, existen ciertos monstruos edificados en el pesar humano que proféticamente se apersonan cíclicamente.

En la representación de los más duros momentos de la vida los antiguos concibieron figuras materiales donde descansar esas calamidades y hacerlas notar para subrayar cómo los anhelos y temores recónditos del ser permanecen invariables a lo largo de los siglos. En el Occidente cristiano se encuentra la referencia de cuatro jinetes que cabalgan en los cielos, colmando de males al mundo terrenal. Los jinetes referidos en el libro del Apocalipsis renuevan la idea de su propia metáfora para cuestionar nuestra supuesta esencia de bondad que, en un escenario de guerra, difícilmente se puede distinguir. El caballo rojo, teñido de sangre, representa una funesta actividad presente entre nosotros desde el principio de los tiempos: la guerra.

Guerra que permitió a su vez dar inicio a los tiempos mismos, tal cual es referida en la Teogonía, donde Olímpicos y Titanes se confrontaron para definir el control del Universo.

Y guerra en su más cruenta presentación es lo que hemos visto desde el pasado 24 de febrero. En Ucrania hemos vivido esa cabalgata con pesar; hemos visto cómo al galope y según las cifras más recatadas se han perdido poco más de 700 vidas y han resultado heridos cerca de dos mil civiles más. Lo anterior según la más reciente actualización de la oficina del alto comisionado de Derechos Humanos de la ONU.

Sin eco

La saña y la perversidad se empiezan a asimilar como actos comunes; bombardeos a refugios de civiles con armas explosivas de alto alcance como ocurrió en el teatro en la ciudad de Mariúpol, son ejemplo lamentable de ello. En tanto, la percibida permisividad hacia la brutalidad rusa, aunada a declaraciones de no intervención por parte de la OTAN, poco ayuda a frenar el avance bélico de quienes parece están dispuestos a avasallar al “enemigo” ucraniano. La sinrazón apoyada en la inútil gloria propia y el dolor ajeno cada vez es más preocupante.

Igualmente preocupante es el pobre efecto que las sanciones de tipo económico y comercial impuestas a Rusia han tenido para inhibir la ferocidad con la que se está virando en este conflicto.

La indiferencia que se lee en declaraciones del canciller alemán Olaf Scholz en el sentido de no escalar el conflicto militar a la OTAN aun con el riesgo del aplastamiento del pueblo ucraniano es un sentir egoísta e insensible. Parece que las palabras tan sentidas y estratégicamente elaboradas por Zelensky, donde se equipara este momento con el inicio del separatismo germano y el penoso episodio del Holocausto, no causaron eco en una mente asentada en la conveniencia.

Lo cierto es que si el mundo en conjunto no avizora las consecuencias de una potencial crisis migratoria, humanitaria y sanitaria derivada de la guerra la sorpresa puede ser enorme. En un conflicto donde existe un desplazamiento obligado de más de tres millones de personas cabe toda clase de calamidades comunes. Ahí es donde los restantes tres jinetes bíblicos pueden emprender a la par la cabalgata.

Desde el estilo de vida que para los antiguos representaba la guerra no se ha cambiado en la esencia misma de justificar la brutalidad y el abuso de un pueblo sobre otro. Si hacemos un recuento la narración contenida en las Eddas, de los conflictos bélicos entre Ases y Vanes, no es tan distinta de la motivación esgrimida por un Vladimir Putin cegado por la búsqueda de supremacía y redención. No es distinto este jinete en temerario rojo caballo, a los dioses asiáticos Hachiman o Chi You; no vemos motivaciones diferentes de una Rusia a la sed de sangre de un africano Ogún, bebedor de almas, o del Camaxtli tlaxcalteca.

El núcleo que motiva la agresión es una obediente apertura de puerta al sentido más tribal y sanguinario; agredir para imponer, sin razón alguna, sin justificación creada en aquello que nos ha hecho humanos.