En días en que resulta difícil depositar la confianza sobre conceptos, instituciones y personas se da un duro golpe a la democracia y a la legalidad cuando el actuar público se rige mediante impactos de contundencia mediática pero que poco abonan al fortalecimiento institucional y mucho menos al discernimiento obligadamente diferenciado de los caminos de la justicia y de aquellos que tienen que ver con la política.
Parecería que hemos olvidado la senda que nos llevó a tener un órgano investigador de los delitos autónomo, como lo es, al menos en el plasmado constitucional, la Fiscalía General de la República. Una instancia que desapegada del control voluntarioso del Poder Ejecutivo pudiera resolver con solvencia en la vía del Derecho aquello que lesiona las garantías tuteladas de la sociedad y el individuo.
Sin embargo hemos llegado a un punto donde ese camino se borra y prevalece el juicio sumario de la opinión pública fomentado por quienes precisamente, también por mandato constitucional, están obligados a cumplir y hacer cumplir el régimen de legalidad de este confundido país.
El derecho al servicio de la política es un despropósito aberrante, como aberrante por igual resulta que durante el largo trayecto de la historia mexicana no hayamos podido desentrañar de una vez por todas la pegajosa corrupción que nos ha acompañado y que hace de políticos, legisladores y empresarios perpetradores cegados por la codicia y rendidos ante el poder del dinero antes que apostadores al bien público.
Debemos decir que no estamos solos en el trayecto; el soborno a cambio del favor legislativo es más común internacionalmente de lo que se piensa. Casos como el peruano, con Vladimiro Montesinos; el norteamericano, con Lyndon Johnson, o el brasileño, con Luiz Inácio da Silva, ejemplifican la relevancia que para el Poder Ejecutivo tiene influir en la libre voluntad y autonomía de un poder creador de leyes.
Sustitución
En el caso mexicano el estigma que pesa sobre el quehacer público, y concretamente sobre el papel del legislador, es una nueva resta a la credibilidad del representante democrático.
Adicionalmente es un hecho que la contaminación negativa de la percepción general ya lleva más a ponderar lo ventilado en esta videocracia moderna que a razonar sobre implicaciones legales y consecuencias en la vía de las instituciones.
Si recordamos al prodigioso florentino Giovanni Sartori, pilar de citas y referencias en la ciencia política, llama la atención cómo desde hace años ya preveía el surgimiento del nuevo consumo predilecto en la cultura de la sociedad. Un Homo Videns, aquel ser que opta por una sustitución de la racionalidad analítica ante el efecto de las imágenes. Es ahí donde las razones se sustituyen por diversas emociones, donde lo conceptual se vicia ante la imagen misma y donde la información veraz se opaca por el entretenimiento. Regresar a dicha conceptualización de la teoría sartoriana, misma que hace 25 años se ventilara, nos deja perplejos por la actualidad que esto adquiere respecto de los recientes sucesos noticiosos.
El autor italiano en sus recordadas obras Ingeniería constitucional comparada y Homo Videns escribió sobre la codicia que desata el dinero público y cómo ello abarata a la democracia moderna al sumirla en una especie de culto obsesivo por lo que denomina la política del dinero sucio. Sartori aduce razones muy actuales del porqué de esta situación: hemos encarecido la democracia al sumergirla en un río de dinero; ya no se concibe la política si no hay flujo económico y, finalmente, la más pesada y lamentable: se ha perdido la ética del servicio público. Hoy México sigue envuelto en eventos que por una parte muestran lo que ha existido siempre y por otra los ha convertido en un espectáculo fuera de los caminos de la ley.
Estamos en una etapa peligrosa donde cualquier antagonista que no camine por los senderos señalados por la Cuarta Transformación puede tropezar con sus propias agujetas y encontrar un juicio lacónico que, muy probablemente, en los círculos de opinión pública lo condenará por aclamación. Ahí donde se sustituye un tribunal por un escaparate electrónico donde se vea cómo se cometen fechorías está una acción muy desafortunada para los fines de cualquier Estado de Derecho. No podemos permitirnos tener esta dinámica como una constante.