Se ha cumplido ya un largo y desafortunado año desde que las primeras bombas rusas estremecieron a Dombás y con ellas inició el labrado de un camino de deconstrucción de una Ucrania que tiene un presente derruido y un futuro borroso. Sin embargo, un evento que bien podría prolongarse indefinidamente parece perder el interés mediático internacional ante lo estancado de las hostilidades.
Pero esa elongación de tiempo puede dar cabida a lo que al inicio parecía impensable: que una Ucrania fortalecida por la resistencia, ayudada por el desgaste enemigo y soportada por un Estados Unidos envalentonado, pueda ganar la guerra.
El escenario hace un año parecía de lo más improbable, pero en el recuento de los días los ucranianos propinan severos daños a las tropas rusas y propician incluso el retroceso de las mismas en territorios que ya estaban plenamente ocupados, como Jersón y Járkiv, donde prácticamente Rusia tendrá que empezar de cero para volverlos a tomar.
Además, la línea de avance enemigo en la región de Dombás ya lleva varias semanas a raya y sin que se mueva un centímetro a favor de la causa rusa. Pero más importante que ello fue la demostración de lo anquilosado que tanto el armamento como las tácticas de Rusia resultan para lograr efectividad inmediata.
Esa Rusia que a su vez sobrevive en una economía de altísima restricción propiciada por los embargos internacionales, ve perpleja cómo su pequeña rival ha sabido aprovechar no solo la tecnología aportada por los aliados, sino también la oportunidad de contrataque en momentos precisos.
Ucrania contó en un primer y temprano tramo de la guerra con la provisión de armamento antitanques británico y estadunidense. Turquía ayudó sustancialmente al proveer de drones que han sido cruciales para ataques de emboscada que detuvieron el avance ruso hacia Kiev. La OTAN aportó la integración de inteligencia bélica, que consiguió la detección en tiempo real de los objetivos rusos, destruidos de inmediato por poderosos misiles HIMARS que Francia proveyó al país invadido.
Ego
La visita sorpresa de Joe Biden a Ucrania acelera a su vez la entrega de armamento que resulta crucial para la causa. En próximos días, se estarán entregando tanquetas y carros de combate Leopard 2 y Challenger, que superan por mucho la tecnología de Rusia en ese rubro bélico en específico. Aunado a lo anterior, Jens Stoltenberg comprometió la provisión ininterrumpida de cohetes y munición para poder competir contra la infinita cantidad que ahí sí distingue a Rusia como suprema.
Pero el panorama no es del todo halagüeño a pesar de la heroica resistencia ucraniana. Se sabe que la presión política del Kremlin por lograr avances definitivos empuja cada vez más a una oleada de ataques masivos que involucrarían la movilización por tierra y aire de cerca de medio millón de efectivos rusos. Si Ucrania puede resistir sin dejar caer territorios estratégicos como Luhansk, Donetsk, Bakhmut o la región de Vuhledar, llevará a Rusia a un desgaste económico y político sin precedente que bien puede derivar en una nueva etapa de cálculos y cambios de estrategias rusas.
Y ahí es donde debe caber la definición de “ganar” para una Ucrania que, para muchos, en estos momentos debería ya estar plenamente conquistada y rendida de rodillas. En la medida en la que la guerra se prolongue con el consecuente desgaste ruso y el incesante apoyo internacional para los ucranianos, es muy viable que quepan los acuerdos impulsados por la comunidad internacional, que eventualmente llevarían a la pacificación de la región.
Sin embargo, hay también de por medio un ego sólido y engrandecido. Vladimir Putin difícilmente tiene en su inventario la palabra derrota. Y es ahí donde el ego y la estulticia se topan con la bravura y el apoyo conseguido por un presidente Volodímir Zelenski que con todo tino advirtió en las primeras horas del ataque ruso hace ya poco más de un año que los enemigos siempre les verían en alto el rostro, jamás la espalda, porque nunca estarían dispuestos a dimitir.