El país del futuro, hoy y siempre

Brasil es el país del futuro… y lo será siempre.

Dilma Roussef
Foto: AP
Guillermo Fárber
Columnas
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Lo que sigue se refiere a Brasil, conste, no a México. Pero si quieres sustituir un nombre por otro es cuestión tuya. Conste. Partamos de la vieja frase: Brasil es el país del futuro… y lo será siempre. Pocos países hay en el mundo tan bendecidos con esa exuberancia de recursos agrícolas y minerales, clima, suelos fértiles, agua, suficiente población joven, alegre y sin conflictos raciales, infraestructura moderna, etcétera. Sin embargo, Brasil parece condenado a no terminar nunca de aprovechar tanto potencial. ¿Por qué?

La respuesta es muy sencilla, como suele serlo en estos casos. Sus reglas oficiales de convivencia (su gobierno, pues) son un amasijo de bienintencionadas recetas keynesianas que, buscando lo mejor para su sociedad, ha construido un embrollo de normas oficiales tan delirantemente enredado, que no hay quien lo entienda —menos aún quien sea capaz de cumplirlo— y que en los hechos sabotea cualquier propósito rumbo a la prosperidad material.

La primera consecuencia de un sistema complicado en exceso es inevitable: la corrupción. Dado que nadie pueda dar un paso por la vía legal, no hay más remedio que comprar un atajo. “Una complejidad absurda e interminable hace que en Brasil cualquier tarea cotidiana, económica o no, se convierta en un salto triple en el trapecio. El resultado es estancamiento o lentitud. Las cifras oficiales dicen que la economía brasileña se ha contraído 4.5% este año, pero la vida a nivel de piso cuenta una historia aún peor”.

Beneficios e impuestos

De modo que el factor esencial que le impide a Brasil prosperar es su conjunto de “reglas del juego” oficiales. Concretamente, su combinación de pan y circo (receta sagrada del socialismo keynesiano: el Welfare State) que hoy por hoy tiene a 50 millones de sus ciudadanos (la cuarta parte de su población) recibiendo beneficios del Estado.

Esto es muy justo, dirán algunos, pero necesariamente implica una carga fiscal tremenda para pagarlos. Esa carga no solo representa impuestos muy pesados para toda actividad productiva, sino también una burocracia enorme para administrarlos y un manual complicadísimo para aplicarlos.

Ese manual no solamente es complicadísimo de por sí, sino que crece continuamente como un tumor canceroso. De hecho, se dice que crear nuevos impuestos y permanentemente modificar los ya creados es un deporte nacional en Brasil, tan solo inferior al futbol: en promedio se añaden 46 nuevas reglas tributarias al código… ¡cada día!

Un abogado intentó compilarlas todas, y tras 23 años produjo un mamotreto que pesaba siete toneladas (únicamente hasta 2007; faltan los últimos ocho años).

Las dificultades empresariales y las corruptelas burocráticas inherentes a un sistema tan complicado son obvias. Entonces, ¿entiendes por qué Brasil, un país con tan enorme potencial económico, no puede despegar jamás?

Aclaración para almas igualitarias y progresistas: no estoy cuestionando la “justicia” teórica de tal sistema, sino tan solo su eficacia (ergo su “justicia” a mediano y largo plazos). Y conste que estoy hablando de Brasil, no de México. Conste.