CUANDO LA AUTORIDAD QUITÓ AL CABALLITO

“Simbólicamente marcaba el fin del dominio español y el inicio de una nueva nación”.

Ignacio Anaya
Columnas
ANAYA-cuartoscuro_611401_impreso.jpg

La historia de México con los monumentos conmemorativos la podemos rastrear en el siglo XIX. Fue durante el Porfiriato cuando se llevaron a cabo proyectos que servirían para consolidar la visión que buscaba el gobierno de una identidad nacional. Los “héroes” del pasado obtuvieron sus grandes pedestales; eso sí, bajo una visión que excluía a ciertos grupos, como las mujeres y los indígenas contemporáneos al periodo.

Antes del Porfiriato hubo otros proyectos de escultura conmemorativa realizados por distintos gobernantes, como en el caso de la estatua de Antonio López de Santa Anna, que la población derribó casi seis meses después de su construcción.

Sin embargo, desde finales del virreinato se mantuvo de pie una escultura que sigue existiendo hasta la fecha: El Caballito. La estatua ecuestre de Carlos IV, construida por Manuel Tolsá e inaugurada en 1803, representa una historia interesante; uno de los primeros casos donde las autoridades mexicanas se plantearon qué hacer con una escultura conmemorativa.

La obra la comisionó el virrey Miguel de la Grúa Talamanca en 1795 para honrar al monarca en Nueva España. El encargado de realizarla fue Manuel Tolsá y siete años después las autoridades inauguraron la escultura en la Plaza Mayor, actual Zócalo, con una celebración acompañada de banquetes y salvas de artillería.

Se había completado una pieza artística que Alexander von Humboldt describiría como únicamente inferior en su género a la estatua de Marco Aurelio en Roma.

Así permaneció la obra representando el poder monárquico de España, pero poco le duraría a esta su control sobre Nueva España, puesto que se avecinaban diez años de lucha independentista.

Esencia

¿Qué sucedió con la estatua? Su presencia actual enfrente del Palacio de Minería niega su destrucción en el pasado. Eso no quiere decir que no se haya planteado tal idea. Su incompatibilidad con la búsqueda de la identidad nacional planteaba dichas cuestiones. El 27 de octubre de 1821, a un mes de la consumación, se juró solemnemente la independencia en la Plaza de la Constitución, antes llamada Plaza Mayor.

Ahora bien, el evento quedó plasmado en distintas obras de arte, como es el caso de la pintura de Theubet de Beauchamp que muestra a las nuevas autoridades jurando el Acta de Independencia arriba de un templete. ¿Y el Caballito? Quedó cubierto por la estructura que montaron alrededor: simbólicamente marcaba el fin del dominio español y el inicio de una nueva nación en la que la imagen de Carlos IV representaba ya un periodo viejo.

Posteriormente, entre 1821 y 1822, la estatua siguió tapada y sus adornos se retiraron. De esa manera se mantuvo de pie, aunque perdida de la vista de la población. Con el fin del imperio y los inicios de la República nuevamente las autoridades se plantearon el porvenir del Caballito. Preocupado por el destino de la escultura, el intelectual Lucas Alamán argumentó a favor de su preservación debido a su riqueza estética. Se definió entonces que la pieza se trasladaría al patio central de la Pontificia y Nacional Universidad de México. Ahí estuvo “guardada” hasta 1852, cuando se decidió moverla a una de las glorietas de Bucareli.

Para entonces su presencia ya no representaba el dominio español: solo era una esencia de aquel pasado. En 1979 nuevamente cambió de espacio al que ocupa actualmente en la Plaza de Manuel Tolsá.

Así fue la historia de un monumento cuya riqueza estética y muestra de una gran técnica escultórica poco le valieron ante una sociedad cambiante.