La vieja y a la vez útil explicación de Carlos Marx respecto de que las grandes transformaciones en la historia tienen un origen en las condiciones (precarias) de vida de la mayoría de la población, en esta segunda década del siglo XXI adquiere distintos ropajes, que van desde las reivindicaciones étnicas, pasando por las religiosas y soberanistas, hasta las económicas.
Cada una de estas cuatro explicaciones —que no justificaciones— encierra genocidios, persecuciones, marginaciones, racismos o desigualdades que, en general, convergen en el maltrato y falta de opciones para amplios sectores sociales.
En las sociedades latinoamericanas tenemos amplias ventajas respecto de otros conglomerados geopolíticos. En general, somos una misma y predominante raza mestiza; hablamos de forma oficial el mismo idioma (a excepción de Brasil); practicamos, también de forma mayoritaria, el catolicismo; y compartimos una muy amplia gama de costumbres que no reconocen fronteras.
Sin embargo, a pesar de estas notables condiciones de vida no hemos encontrado la relación intrínsecamente positiva entre democracia y desarrollo social.
El desafecto de hasta 57% a la democracia en nuestros países (Latinobarómetro 2011) es tan sólo una referencia, pero también un preocupante dato: cuando más democracia hemos tenido, más desigualdad padecemos; cuando más estabilidad política hay, mayor concentración de la riqueza observamos; la fragilidad institucional y estructural de nuestros sistemas de administración de la justicia, de manera creciente, se convierten en el principal problema político y de estabilidad social.
Falla
Ante esa precaria situación, las protestas, movilizaciones y en general toda aquella manifestación de desacuerdo en nuestra región tiene un alto contenido de reivindicación en cuanto al estilo y calidad de vida.
Muy lejos estoy de justificar las acciones violentas, destructivas y condenables del asalto al Congreso de Guerrero; o a las oficinas de cuatro partidos políticos y el bloqueo sistemático a carreteras que en su tránsito sí generan recursos y empleos en ciudades importantes como Acapulco (como maestro universitario, me parece imposible que quien destruye con esa saña se pare frente a un grupo de niños a dar clases de civismo o enseñe las tablas de multiplicar), por ejemplo. De todo execrable me parece, asimismo, el asalto a la Torre de Rectoría, que demuestra la enorme fragilidad de instituciones señeras en el desarrollo e historia del país.
¿En que está fallando la democracia en México? Pues en que nos hemos contentado con suponer que la representación partidista en gobiernos y congresos agota o limita esa misma representación y participación.
De forma gradual, pero notable, estamos llegando al punto de saturación en la capacidad de respuesta de una democracia que se ha ajustado al ejercicio concéntrico de las experiencias liberales procedentes del siglo XIX.
Requerimos del establecimiento de procesos administrativos, presupuestales y jurídicos que permitan atender con prontitud la administración de la justicia, a la vez que la apertura de reales opciones para el desarrollo de las mujeres y hombres de nuestro país, sea una certeza.
La ruta del conflicto social está trazada por la endémica marginación y pobreza. Por la falta de oportunidades efectivas, basadas en la educación de calidad y la obtención de un empleo bien remunerado. De otra forma, las expresiones que hoy vivimos, desde luego que tienen intereses tras de sí y efectos secundarios en las dinámicas locales, pero esas explicaciones respecto de que “alguien sale beneficiado de todo esto”, no nos deben tapar los ojos a propósito de las limitantes estructurales que el país enfrenta.