ARTE POR ROBOTS

Juan Carlos del Valle
Columnas
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Tradicionalmente el arte se concibe como una actividad exclusiva y fundamentalmente humana. Sin embargo existen otras criaturas en el reino animal que exhiben comportamientos con motivaciones aparentemente estéticas, poniendo en crisis la noción de que somos la única especie con impulsos creativos.

Están los pájaros pergoleros que construyen elaboradas estructuras y las decoran con ramas, flores, conchas, piedras y frutas de vistosos colores; también hay elefantes que son capaces de sostener un pincel con la trompa y dibujar imágenes; o simios como Congo el mono pintor, que gozó de cierta celebridad en los cincuenta gracias a sus creaciones pictóricas, tres de las cuales llegaron incluso a subastarse en 2005 vendiéndose en más de 30 mil dólares.

Vivimos en la era de las inteligencias artificiales, cuyos múltiples usos permean cada vez más en nuestra cotidianidad: tecnologías GPS de navegación que actualizan el estado del tráfico en tiempo real, teléfonos inteligentes con aplicaciones sofisticadas y asistentes de voz integrados, algoritmos que estudian y predicen nuestro comportamiento en línea y personalizan los anuncios y contenidos que vemos en las redes sociales, automóviles inteligentes que se conducen solos, tecnologías de vigilancia y reconocimiento facial y todo tipo de servicios —desde el banco hasta el supermercado— que, más y más, prescinden del mundo físico y de la intervención humana.

Una amiga abogada me comentó sobre la viabilidad de que en un futuro cercano los juicios sean resueltos por una computadora. Así, somos cómplices, beneficiarios y víctimas de la Cuarta Revolución Industrial, que se caracteriza por la interconectividad global —a la vez que por la mayor desarticulación y el más contundente ejercicio de control al que hemos estado sujetos en toda la historia—, y por la progresiva y rápida sustitución del ser humano por robots.

Estéticas

Como si de una novela de ciencia ficción se tratara, estas inteligencias han ido cobrando autonomía y apropiándose de todos los ámbitos de la actividad humana. Y mientras observamos con cierta curiosidad, asombro y fascinación las manifestaciones creativas de animales que en muchos casos están en vías de extinguirse, resulta en cambio especialmente perturbador hablar del arte hecho por robots. Y aunque el arte hecho con la ayuda de inteligencias artificiales se originó desde los setenta, este cobra cada vez más notoriedad en el medio artístico dominante.

Existe, por ejemplo, una robot humanoide llamada Sophia que se ha convertido en una superestrella; es conocida por haber entrevistado a Angela Merkel, por tener miles de seguidores en redes sociales y por haber vendido el año pasado una obra de arte de su creación como NFT en casi 700 mil dólares. Sophia aparenta tener emociones y procesos mentales autónomos.

Hay otro célebre robot llamado The Painting Fool, capaz de escanear cientos de artículos sobre algún tema específico, extraer palabras clave y construir imágenes a partir de ellas. Sus obras se han exhibido alrededor del mundo.

Otro ejemplo interesante es el del reciente video musical de Duran Duran, que fue hecho completamente por inteligencias artificiales, sin haber sido tocado por mano humana.

Ante estos fenómenos, ¿cabe siquiera hablar de arte y de artistas? ¿Es el artista el robot, su creador, ambos o ninguno? Algunos podrían argumentar que los robots son obras de arte y sus creaciones son simplemente una extensión de ellos, aunque muchos de sus desarrolladores afirmen que el arte hecho por robots es producto de interpretaciones y habilidades individuales, autónomas y únicas para cada una de las máquinas. Otros quizá dirían que la robótica es más consecuencia del progreso tecnológico y del ingenio que de un impulso artístico. Lo que es un hecho es que, de manera similar a lo que ocurre con las creaciones de los animales o incluso con aquellas de quienes tienen trastornos mentales o de los niños, las obras hechas por robots carecen de intención y de conciencia y por eso pudieran calificarse de estéticas y no tanto de artísticas.

Derivado de todo esto surgen reflexiones necesarias: ¿es posible realmente que los robots sustituyan o complementen al ser humano en algo que le es tan profundamente propio como la creación artística? No puedo evitar preguntarme si existe alguna suerte de misión sistémica que pretende disminuir o desaparecer el arte y al artista. Pues, ¿cómo puede competir un artista de carne y hueso contra una máquina que produce obras de forma mucho más eficiente y a veces con resultados tanto o más atractivos que los producidos por una mano humana? Al mismo tiempo, ¿a quién le interesa la perfección? ¿No es verdad que parte de la fascinación que ejerce el arte sobre nosotros es precisamente su cualidad esencialmente humana y por lo tanto imperfecta?

En este contexto de absoluta automatización y progreso tecnológico, resulta transgresor aprender y desarrollar un oficio, trabajar con las manos, las vísceras, el pensamiento y el corazón. Lo más interesante del arte hecho por robots son los debates y las conversaciones que provoca en torno de la vieja pregunta: ¿qué es lo que hace que el arte sea arte? ¿Qué es lo que nos hace verdaderamente humanos?