ESTA NUEVA ERA

“Cualquier sistema dominante busca siempre permanecer e imponerse”.

Juan Carlos del Valle
Columnas
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Juan Carlos del Valle

El filósofo Ludwig Wittgenstein (1889-1951) afirmaba que la guerra le había salvado la vida, pues la cercanía con la muerte le había dado la oportunidad de ser una persona decente: “Es la muerte la que le da a la vida su forma y sentido”, aseguraba poco antes de morir.

Cuando hace ya casi tres años empezó a dispersarse un virus potencialmente mortal —que cobraría la vida y la salud de tantas personas— creí, a la manera de Wittgenstein, que la humanidad estaba ante una posibilidad única de redimirse a sí misma y que, desde la vulnerabilidad que solo puede venir de la proximidad a la muerte, podía surgir una toma de conciencia colectiva. Sin embargo, tras algunas muestras iniciales de solidaridad y generosidad, el desarrollo posterior de la pandemia y su consecuente manejo sociopolítico derivó en una paradójica ilusión de inmortalidad.

El mundo se ha estado reestructurando, en un proceso que no necesariamente se originó por la pandemia pero que sin duda se aceleró como consecuencia de ella. Se ha exacerbado la polarización política e ideológica, tanto entre los individuos como en el apuntalamiento de grandes bloques geopolíticos, peligrosamente enfrentados en una guerra de consecuencias devastadoras. Muchos de los pilares económicos, políticos y sociales que parecían sólidos y anclaban nuestro modo de vida, están en crisis. La necedad de querer retomar la vida prepandémica es infructuosa.

Motivaciones

Cualquier sistema dominante, sea el que sea, busca siempre permanecer e imponerse, hasta que es desplazado por otro. Así ha ocurrido durante toda la historia del arte. Es por eso que en pleno siglo XXI ya no tiene sentido construir las majestuosas catedrales que servían un propósito esencial en el siglo XIII, al igual que saber dibujar o pintar virtuosamente tampoco tiene valor en el mundo posmoderno. Charles Baudelaire en su texto El pintor de la vida moderna planteó que toda obra de arte tiene inevitablemente un componente transitorio y uno eterno, refiriéndose precisamente a aquellas cualidades externas que cambian conforme a los tiempos, frente a una esencia inmutable y atemporal. Estamos ahora siendo testigos de una gran transformación sistémica. Y de la misma manera que las inteligencias artificiales atraviesan todos los ámbitos posibles de la vida —desde la medicina hasta las compras del supermercado, redefiniendo el orden socioeconómico y la naturaleza de los trabajos—, la virtualidad es ya también un factor cada vez más inherente al arte contemporáneo, no solo en lo relativo a su concepción y factura sino también a su consumo y comercialización.

Es gracias a las denominadas tecnologías recientes que los artistas tienen más capacidad de producción que nunca y que cualquier persona o robot puede generar objetos o imágenes que se presentan y venden como arte —de manera similar a quienes usan filtros de corrección facial y trabajan como modelos o quienes sin ninguna cualificación se promueven y cobran por dar consejos de salud o inteligencias artificiales que no solo asisten sino reemplazan a los humanos en el ejercicio de diferentes profesiones—. Si a esta proliferación de oferta —procedente de incontables artistas, aficionados o robots— se suma el hecho de que la sociedad actual le da más valor al entretenimiento y la inmediatez que al arte, y por otro lado, la falta de capacidad e interés de los gobiernos e instituciones por apoyar y promover las artes y la educación, se asoma un panorama aún más difícil para la subsistencia básica de los artistas.

Todo aquello que pueda crearse artísticamente es producto de diferentes grados de conciencia humana. Si la humanidad vive cada vez más en el mundo virtual y menos en el mundo real y si se delega a sí misma al poder de las máquinas en lugar de explorar plenamente su enorme potencial consciente, no es de extrañar que algunas de las creaciones hechas por inteligencias artificiales sean más interesantes que muchas de las obras humanas.

Ante todo lo anterior es necesario preguntarse: ¿qué propósitos sirve, a qué desafíos se enfrenta y a qué motivaciones responde el arte en el mundo que se está gestando? ¿Cuáles serán las catedrales y los dibujos virtuosos de esta nueva era? ¿Qué papel jugará el artista? ¿Será que estamos presenciando la disolución de la humanidad y, por consiguiente, del arte mismo? O como diría Di Lampedusa, ¿será que todo está cambiando para que todo siga igual?