¿QUIÉN QUIERE VIVIR PARA SIEMPRE?

“La vida es un don frágil, precioso y breve”.

Guillermo Deloya
Columnas
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En la mitología griega Títono era un mortal que se enamoró de Eos, la diosa del amanecer. Eos se dio cuenta de que su amado Títono estaba destinado a envejecer y morir, por lo que le rogó a Zeus que le concediera vida inmortal a su amante. El celoso Zeus hizo inmortal a Títono pero no le dio la eterna juventud. A medida que Títono envejecía su cuerpo se debilitaba y su mente se deterioraba cada vez más, pero sin morir jamás.

La muerte se ha hecho más evidente y más cercana como consecuencia de la pandemia. Esta proximidad con la muerte, el hecho de saberla posible, podía haber generado una estimación especial por la vida y por el momento presente, el único que tenemos. En cambio se produjo una obsesión por recuperar el pasado y por garantizar el futuro. Se anhelaba que las vacunas arrojaran una luz de esperanza sobre un panorama oscuro e incierto. Y si bien lo han hecho, aunque de manera relativa, limitada y condicionada, han también puesto en evidencia la cultura de la cancelación de la muerte característica de nuestra era: “Si me vacuno ya no me muero”, es el lema imperante. Bajo esa premisa ilusoria de que el mañana está asegurado, se vive dando por hecho la vida misma.

Sin embargo, ¿quién es capaz de aventurar una afirmación tan categórica como la de la imposibilidad de la muerte? La única certeza es que todos nacemos para morir, de Covid-19 o de cualquier otra cosa. Cuando Macario (1960) se enfrenta con la muerte y trata desesperadamente de proteger la flama de la vela de su vida para que no se apague, la muerte le replica: “¡Es inútil, Macario!”

Y, efectivamente, es inútil el afán frenético de negar la muerte, de cancelarla hasta el punto de no nombrarla, de tratar de eludirla, al menos en apariencia, queriendo vernos siempre jóvenes y prolongar artificialmente la vida gracias a los avances médicos y científicos que aumentan la esperanza de vida más y más. Más tiempo no significa necesariamente mejor vida, más intensa o plena de sentido. ¿De qué sirve acumular años pero vacíos de intención y de propósito, balbucientes y dementes como los de Títono?

Puertas

En contraposición a esa imagen del cuerpo que busca sobrevivir los límites de su propio tiempo, pienso en la carta que le escribió John Keats a Fanny Brawne: “Casi desearía que fuésemos mariposas y viviésemos solo tres días de verano —tres días contigo que podría llenar con más dicha de la que jamás podrían contener 50 años comunes”.

La historia nos ha dado algunos humanos brillantes que no vivieron más allá de tres días de verano, incluyendo al propio Keats, quien murió con 25 años; Lord Byron, con 36; Schubert con 31; Mozart con 35; Saturnino Herrán con 31; Rafael con 37; Schiele con 28; Macke con 27; Irving Thalberg con 37; Wilde con 46; Mendelssohn con 38; Bizet con 36; Bellini con 33; Shelley con 29; Emily Brontë con 30…

Es imposible no preguntarse qué hubiera sido de la historia de la música, de la literatura o de la pintura si alguno de ellos hubiera vivido más años. Sin embargo, a pesar de su fugacidad, el destello de su vida y legado quedaron grabados en la eternidad y están más vivos que la mayoría de los vivos, burlando así los confines del tiempo.

Me conmueve mucho el personaje de Orín en La balada de Narayama (1983), una anciana mujer que no quiere apegarse a la vida más tiempo del que le corresponde y, a pesar de estar sana y fuerte, se tira sus propios dientes con el fin de que —conforme a la tradición de la sociedad agrícola japonesa relatada en la película— su hijo primogénito la lleve a morir al monte de Narayama y su partida pueda hacer espacio para la nueva generación. ¿Por qué será que entendemos y celebramos la puerta de entrada a la vida pero tememos y negamos tanto la puerta de salida que es igualmente natural? La vida es un don frágil, precioso y breve y solo puede amársela plenamente, únicamente puede valorarse, si aprendemos a amar la muerte también, pues el fin está en el principio y el principio en el fin.