VANIDAD DE VANIDADES (2)

Juan Carlos del Valle
Columnas
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Retrato del doctor Gachet, de Van Gogh, es una de las pinturas más referidas de la historia del arte moderno y también de la historia del mercado del arte. Después de haber sido adquirido por varias figuras connotadas a lo largo de los años, se vendió en 1990 por una casa subastadora en más de 80 millones de dólares, en ese momento el precio más alto jamás pagado por una obra de arte en subasta.

Existe cierto prejuicio en torno de los retratos por no ser el género favorito de los coleccionistas pues, ¿quién querría colgar en su pared el retrato de alguien que no conoce?

Sin embargo, retratos como el del doctor Gachet y otros como el de Juan de Pareja, de Velázquez; el de Adele Bloch-Bauer, de Klimt; el de Marilyn Monroe, de Warhol; o los autorretratos de Frida Kahlo desmienten en buena medida esta tendencia del mercado, al ser algunas de las obras más cotizadas y codiciadas por coleccionistas e instituciones.

Apenas hace unos días se dio a conocer que en plena pandemia el Rijksmuseum de Ámsterdam —con apoyo del gobierno holandés y fondos de la iniciativa privada— adquirirá de manos de la familia Rothschild un autorretrato de Rembrandt en casi 200 millones de dólares. Anecdóticamente, Rembrandt pintó esta obra como muestra de su oficio pictórico con la esperanza de que le asignaran una de sus comisiones más famosas, otro retrato, pero grupal: La ronda de noche. Parece que el cuadro, una vez terminado, no gustó a los retratados; muchos de ellos no quedaron satisfechos con su ubicación en la escena y con el tratamiento pictórico recibido.

Despropósito

Y es que las comisiones de retratos nunca han estado exentas de riesgos, pues un retrato comisionado pretende ser mucho más que una mera imagen del retratado; constituye una manifestación y una representación de su poder, ideología o estatus social. Están documentadas las historias de cientos de comisiones realizadas a artistas del tamaño de Miguel Ángel, El Greco, Caravaggio o Sargent, por mencionar algunos, que ocasionaron enfado, incomodidad y controversia —a veces incluso peligrando la vida del propio pintor o arruinando la reputación del retratado— por razones que tenían más que ver con códigos, vanidades, juicios y convenciones que con la calidad pictórica. El veredicto del tiempo ha dado a muchas de estas obras su justo lugar en la historia; se sabe que aquello que en alguna época fue inaceptable, problemático o escandaloso puede volverse un referente admirable en otra época —lo mismo que ocurre a la inversa.

Los pintores en la actualidad lidiamos con problemáticas muy similares a las que enfrentaban los artistas del pasado. En el caso de los retratos institucionales, por ejemplo, el artista necesita tomar en cuenta la investidura, trayectoria y logros del retratado. Es muy común que el personaje a retratar esté muy ocupado para posar y no quede más que hacerlo a partir de fotografías, las cuales en ocasiones ni siquiera son representativas de la persona; o bien que esté muerto y haya que conformar un parecido desde alguna vieja fotografía en blanco y negro, periódicos antiguos, recuerdos y opiniones —a veces contradictorios— de quienes le conocieron o, incluso, desde ningún recurso visual en lo absoluto. Se pone en crisis la noción misma del parecido en una sociedad en la cual, irónicamente, las personas ni siquiera quieren parecerse a sí mismas sino a un canon estereotipado.

Todo esto sumado a una falta generalizada de sensibilidad artística de quienes comisionan y juzgan los retratos y al hecho de que son obras destinadas a ser exhibidas públicamente y por tanto sometidas a la opinión colectiva se traduce por lo regular en galerías oficiales aberrantes, repletas de retratos que recuerdan a monografías de papelería los cuales, además, suelen ser muy costosos. La libertad creativa del artista queda supeditada al peso de los intereses y los juicios, silenciada por el ruido de la burocracia y ensombrecida por el ego. Cabe entonces la reflexión en torno de la pertinencia de las galerías institucionales de retratos originadas y conformadas a partir de estos criterios.

Si alguien hace una comisión o acepta un retrato de un artista es porque le interesa ser pintado desde la mirada de ese artista particular; pretender controlar el resultado es un despropósito y también lo es reprimir la visión pictórica en favor de una mera copia de una fotografía. Vale la pena recordar el retrato para el que posó la Reina Isabel a Lucian Freud: un pequeño lienzo de 23x15 centímetros, con rasgos que muchos encontraron desfavorecedores y con la corona mutilada. La Reina lo aceptó.

Un buen retrato trasciende su propio género; trasciende modas y hasta al mismo modelo; trasciende convenciones, opiniones, vanidades e incluso hasta al pintor. Y ante la pregunta, ¿quién querría colgar el retrato de alguien que no conoce? Si se trata de buena pintura, sin duda, yo.