Julius

Los imprescindibles, al serlo, nunca se van. Tan solo cambian.

Los imprescindibles, al serlo, nunca se van
Foto: Concepción Morales
Columnas
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Conocí a Julio Derbez en un “cuarto de guerra” electoral en una contienda interna de un partido por una candidatura de cuyo nombre no quiero acordarme. Ese no es el mejor entorno para iniciar una profundísima e inolvidable amistad. Un cuarto de guerra es una feria de vanidades, protagonismos y suspicacias. Peor aún: nuestros respectivos jefes directos no se querían ni se respetaban. Las premisas objetivas apuntaban a la desconfianza y la desavenencia.

Pero empezábamos a trabajar muy temprano. Seis de la mañana. Toda la vida he tenido las manos frías. Al saludarnos temprano, invariablemente Julio me decía: “Estás muerto y no te lo han informado”. Me regaló unos guantes de la tienda de ropa que más valoro en México. Negros, con una funda interna desmontable, de espléndido gusto. En generosidad y afecto siempre me llevó la delantera.

Por fortuna en la contienda electoral de a de veras perdió nuestro candidato. La alternancia enmarcó para cada uno de nosotros la búsqueda y el reencuentro de sí mismos. En el cuarto de guerra Julio era discreto, preciso, concluyente y no solo escudado en el poder indiscutible de su jefe, a diferencia de otros, sino por su claridad inteligente. Lo decía y otros recogían sus opiniones. No le gustaba escribir de política. Tenía, de esa manera, un enorme respeto a la palabra y a la escritura. El arte. La política era para hablarse.

Trascender

A fines de 2000, hace 15 años, me invitó a que viviéramos juntos un proyecto que traía en la cabeza. Esta revista, Vértigo, la vuelta a la realidad de la vida después de la política. Se abrió paso la etapa del descubrimiento recíproco de nuestras verdaderas vocaciones y aficiones. Sí, el dudoso valor del saber de la política, por esencia efímero. El gozo de la literatura, del cine, la pintura, el misterio de lo religioso, la amistad, el amor a la mujer y el disfrute del trabajo. Recuperar la capacidad de andar por la vida sin el narcicismo del funcionario público y reaprender a ver, entender, preguntar, escuchar.

Yo era zurdo y sigo siéndolo. De no haber sido por su ayuda, clínicamente tendría que ser derecho.

Respetuoso hasta el extremo del tiempo de los demás y de sus opiniones por distintas que fuesen. En el mejor de los sentidos aprovechaba todo de todos para enriquecerse y devolver con creces.

Cuando lo conocí él ya había dejado de fumar. Amigablemente me censuraba por hacerlo al tiempo que decía envidiar la manera como le daba “el golpe”. A los 40 años se había convertido en deportista, prácticamente abstemio, tolerante y lúcido. Había dejado atrás la rabia y los arranques propios de quien tiene más el poder que la razón. Como líder de grupo jamás me tocó presenciar un numerito de ira o descontrol. Estaba mucho allá de eso.

Llegó el fin de un ciclo y la maldita enfermedad. Seis años más joven que yo, me costaba trabajo entenderlo. Más incomprensible que eso me resultó la clase de batalla que dio con la conciencia valerosa y desprendida de que tanto lo necesitábamos. Cualquiera se habría rendido y, ensimismado, se hubiera desprendido de la vida. No fue así, nos regaló nueve años más de bondad y talento y trascendió en todos.

Y consiguió, así, trascender, seguir terca y maravillosamente entre nosotros.

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