¿GOLPE O REVUELTA?

Aquí la verdadera pregunta es qué sucede después: las transiciones como esta tienden a ser impredecibles.

Lucy Bravo
Columnas
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AP

La renuncia del presidente Evo Morales ha provocado un debate internacional sobre cómo caracterizar la crisis política que atraviesa Bolivia: ¿se trata de un levantamiento social o un golpe de Estado? Cuando unos generales aconsejan a un presidente renunciar ¿están amenazando con utilizar la fuerza o simplemente señalando que no están dispuestos a reprimir a los manifestantes? A estas alturas ¿ya no importa esta distinción?

Para algunos lo sucedido en Bolivia es una revuelta popular contra un presidente que estaba a unos pasos del autoritarismo. Otros acusan una descarada intervención militar. Pero la guerra de narrativas a menudo conlleva connotaciones que no podrían ser más opuestas: los golpes de Estado deben ser condenados, mientras que los movimientos sociales deben ser defendidos.

Sin embargo aquellos que se pierden en el laberinto discursivo y se obsesionan por saber si se trata de un golpe o de una revolución pierden el tiempo: el mundo de hoy rara vez se ajusta a las concepciones en blanco y negro que surgieron en la Guerra Fría sobre las tomas de poder. Aquí la verdadera pregunta es qué sucede después. Las transiciones como esta tienden a ser impredecibles. Y la percepción de legitimidad, o la falta de ella, puede ser decisiva.

Retórica

Pero lo del país sudamericano va mucho más allá. Para muchos esto apunta a un problema estructural. Presidentes fuertes, militares fuertes, sociedades polarizadas e instituciones débiles invitan a casos como el de Bolivia. Se trata de un caldo de cultivo perfecto para que cada vez más disputas sean resueltas fuera del orden constitucional.

De hecho este no es el único caso que ha puesto a prueba al debate internacional en los últimos años. Las recientes protestas en Venezuela ofrecieron una narrativa similarmente borrosa: indignación por los descarados ataques de poder del gobierno y muestras de apoyo hacia los líderes de la oposición que argumentaron que una intervención militar era la única salida.

En Ecuador, por ejemplo, las Fuerzas Armadas que intervinieron en nombre de las protestas indígenas contra el presidente de derecha en 2000, forzando su destitución, este año mostraron abiertamente su apoyo a un presidente de centroizquierda.

Del mismo modo, en 2013, cuando los líderes militares de Egipto expulsaron a Mohamed Morsi, el primer gobernante elegido democráticamente tras la Primavera Árabe, algunos líderes de Occidente lo describieron como una expresión de la voluntad popular.

Hoy el término golpe de Estado se ha hecho cada vez más presente. Apenas en octubre pasado, ante el inminente inicio de una investigación en su contra, Donald Trump vociferó: “Lo que está ocurriendo no es un juicio político: es un golpe de Estado”.

Si bien la situación política no es comparable en ninguno de los casos la retórica apocalíptica del mandatario estadunidense coincide con el tenor de los tiempos. A medida que la polarización en las sociedades aumenta, la confianza en las instituciones políticas está por los suelos. Y lo que antes era una oposición ideológica entre partidos políticos propia de una democracia ahora se convierte en un abismo divisorio entre las posturas.

Hoy vemos cómo una narrativa conspirativa sobre un intento de “golpe” se puede establecer tranquilamente desde las cúpulas del poder e inmediatamente se amplifica en redes sociales sin importar matiz alguno. En un momento de creciente populismo global y autoritarismo los líderes electos se sienten cada vez más seguros de probar los límites de sus poderes. Y desafortunadamente tanto los mandatarios empecinados en mantenerse en el poder como los militares están en el lado equivocado de la democracia.