LA VERDADERA VÍCTIMA DEL COVID-19

Lucy Bravo
Columnas
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Lo que solía ser impensable ahora es todo menos eso. Podemos ver el cambio todos los días: calles vacías, controles sanitarios para entrar al supermercado, pruebas de detección de Covid-19 en centros al estilo “autoservicio”. Lo que las sociedades están dispuestas a cambiar para volver a la normalidad es sorprendente. Por ejemplo, ¿aceptaríamos ser examinados o que rastreen nuestros movimientos si eso significara poder salir a trabajar, al cine, a un restaurante o incluso viajar libremente?

En muchos países gran parte del debate sobre cómo salir del confinamiento y evitar nuevos picos de infección se centra en las compensaciones entre la salud pública y la economía. Sin embargo se presta menos atención a algo mucho más valioso que podríamos perder permanentemente: nuestra libertad. Recordemos que hace 20 años no había tantos filtros de seguridad en los aeropuertos y hoy no nos lo cuestionamos ni por un segundo.

No debería sorprendernos que a partir de ahora en muchos países nos tomen la temperatura o apliquen una muestra en la garganta al viajar para después rastrear nuestra ubicación por medio de nuestros teléfonos. No es ningún secreto que todos los días se libra una batalla fundamental en las sociedades occidentales sobre el uso de datos personales, una que enfrenta el derecho de la persona a la privacidad contra el valor colectivo de esa información. Si tuviéramos que colocar en una balanza el bien público contra el derecho a la privacidad, ¿qué sucedería?

Abusos

Los gobiernos de casi todas las economías avanzadas aprovechan la pandemia de coronavirus para implementar medidas más invasivas. El problema es que una vez abierta esa puerta muy difícilmente la volverán a cerrar. No duden que muchos tomarán como ejemplo a países asiáticos, como Corea del Sur y Japón, dada su combinación de alta capacidad estatal, conocimiento tecnológico y un enfoque donde la privacidad de sus ciudadanos no es prioridad. Pero no todos cuentan con las instituciones suficientemente robustas para evitar cualquier abuso de autoridad.

Por otro lado, la crisis del coronavirus despierta los peores instintos de algunos líderes mundiales. Aquellos que durante años fueron minando los sistemas democráticos de su país y que durante la pandemia buscaron la manera de consolidarse en el poder. Casos como los de Brasil, Indonesia y Filipinas, cuyos líderes populistas buscan compensar su clara falta de liderazgo con políticas erráticas y violentas. Otras democracias, incluidas Bolivia y Líbano, vieron cómo sus transiciones políticas se interrumpieron por la pandemia de manera indefinida. Y tanto en Nigeria como en Kenia las fuerzas policiales asesinan a decenas de personas por no cumplir estrictos toques de queda.

Pero ningún caso resulta tan emblemático como el de Hungría. Ahí, con una velocidad sorprendente, el primer ministro Viktor Orban instauró un decreto de emergencia que le otorgó poderes extraordinarios por un periodo indefinido y estableció restricciones draconianas a las libertades individuales, situación que se mantiene hoy. Y qué decir de los desafíos de China a la autonomía de Hong Kong.

Al parecer el verdadero peligro ante el coronavirus es que aquellas democracias que eran demasiado frágiles para resistir las inclinaciones autoritarias de sus líderes simplemente colapsarán.

Lexema En 1776 John Adams dijo que la ley británica que permitía catear casas sin justificación fue lo que provocó la lucha por la independencia, una de las revoluciones más notables de la historia. Más de dos siglos después esas colonias rebeldes, los actuales Estados Unidos, y el resto del mundo se ven una vez más en el centro de un debate sobre la palabra privacidad.