COMERSE AL MUNDO

Mónica Soto Icaza
Columnas
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—Mónica, si esas reglas no nos sirven, hay que hacer nuestras propias reglas.

—¿Nuestras propias reglas? Ya déjate de tonterías y mejor aprende a adaptarte, qué ganas de complicarte la vida.

—Pero es que la vida no puede ser nada más eso. ¿Para qué nacimos con ganas de comernos al mundo si no vamos a probarlo con salsas y aderezos de todos los sabores?

Algo así platiqué conmigo misma a los 23 años, después de rechazar la proposición matrimonial del hombre que hasta ese instante creí mi amor eterno. Enumeró las acciones que seguirían a la aceptación del anillo de compromiso: esperar un año para casarnos, mudarnos de ciudad después de la boda, esperar dos años para tener el primer hijo. Yo me dedicaría a la casa y la familia, él se haría cargo de proveer lo necesario. Recuerdo la emoción en su voz. También recuerdo que me sentí culpable por no compartir su entusiasmo, ingrata porque había encontrado a mi príncipe azul y resultó que yo quería uno anaranjado… o verde… o tecnicolor.

Eran buenos planes, sin duda, para alguien que los deseara. Por unos instantes miré mi vida pasar y lo supe de inmediato. Esa relación no era para mí. Ni yo para esa relación. Yo, cual heroína de cuentos de hadas, quería “Love, poetry & adventure”, una pareja que no se sintiera amenazada por mis sueños guajiros, por mi timidez extrovertida ni mis delirios de grandeza.

Sucedía algo parecido en mi vida profesional. Llevaba un año trabajando como correctora de estilo, reportera, asistente del editor y a veces diseñadora de la sección cultural del semanario Época. Aunque era muy feliz y tenía el mejor jefe del mundo, la publicación batallaba contra la terrible crisis de la industria y una mala administración, lo que provocaba que el cheque quincenal llegara a mis manos como con golpes de suerte.

Convicción

Entonces renuncié a la revista. El problema fue que lo hice sin un plan. Ya con tiempo libre escribí una novela, iba a un café, La casita argentina, a leer y escuchar poesía los jueves en la noche, llenaba cuartillas y cuartillas con ideas, cuentos, poemas, ensayos, reflexiones. También me acostaba después de las dos de la mañana y despertaba tarde. Ya había autopublicado mi primer libro y tenía la intención de convertirme en editora. No sabía cómo empezar.

A los pocos meses fundé Amarillo Editores. Mi plan original era publicar a otros y buscar una editorial que diera a conocer mi obra. El camino de Amarillo fue el de mi intuición, yo quería hacer una empresa diferente, que quebrara las barreras contra las que se enfrentan los escritores para conseguir tener su obra convertida en libro.

Cambié de opinión al tiempo; cada día llegaban a mi oficina y a mi correo electrónico incontables manuscritos. La historia era casi siempre la misma: un autor con una obra valiosa, pero cero contactos y sin dinero para imprimirla. Esa experiencia me llevó a convertirme en escritora-emprendedora cuando me di cuenta de que si yo quería dedicarme a escribir necesitaba encontrar la manera de financiar mis propios libros sin depender de otros. La idea del artista como un iluminado que debe ser sostenido por un mecenas era y es muy siglo V antes de Cristo, y yo ya había aprendido lo suficiente como para saber que no me conformaría con dejar en manos de otros la decisión de verme publicada. Y bueno, tampoco estaría conforme con recibir 10% de regalías cada seis meses ni me esperaría a que a alguien se le ocurriera organizarme alguna presentación. Ya dominaba los mayores retos de un editor independiente: la imprenta y la distribución. Con la maravilla de que esa forma de trabajar se ajustaba perfecto a mi convicción de libertad.

Así, el resto es historia, y hoy me como al mundo con aderezo de aceite de oliva y vinagre balsámico.

Y con tinta en los dedos y en el papel.