FESTIVAL DE BAYREUTH

“Era un personaje que no podía (ni intentaba) pasar desapercibido”.

BAYREUTH
Columnas
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De los grandes músicos que han trascendido en la historia, por diversas razones, tenemos a Richard Wagner (1813-1883), un hombre creativo, innovador, audaz, atrevido, multifacético, polémico, completo y universal. Si para los melómanos —como yo— escuchar, apreciar y entender su música resulta un verdadero reto, para el escucha ordinario la aventura puede concluir en una graciosa huida.

Wagner lo fue todo: compositor, libretista, director de orquesta, pianista, crítico, poeta, dramaturgo, ensayista, doctrinario y todo un personaje en los ámbitos en los que se desenvolvía.

Es reconocido, sobre todo, por sus óperas. Recordemos que Wagner fue uno de esos raros —y admirables— casos en los que él mismo escribía tanto la música como el libreto de sus óperas. En ellas sí podemos identificar lo que se conoce como “el arte total”. Todas las expresiones unidas bajo una misma idea, provocando así la armonía estética del todo con sus partes.

Su visionaria manera de emprender la estrecha relación entre música y drama lo llevó a realizar obras maestras que presentan una orquestación desbordante junto con melodías que no pretendían rebasar contrapunto, armonía o leitmotivs (temas particulares como parte del drama). Lamentablemente (y esto lo apunto como opinión propia), sus textos manuscritos relacionados con diversas materias lo ubicaron en el escenario político como un hombre antisemita (El judaísmo en la música) y una elucubrada e imaginaria influencia (que históricamente era imposible) sobre el mismísimo Hitler y el nacionalsocialismo.

Pero ya nada se puede hacer para evitarlo. Quienes así lo creen, no cambiarán de parecer. Varios episodios de la música y de la geopolítica ubicarán esta dupla como indisoluble. Y su vida personal y sentimental fue igualmente tormentosa. No es el momento ni el espacio para abundar en ello. Pero de que era un personaje que no podía (ni intentaba) pasar desapercibido, lo era.

Un sueño

Sus opiniones tenían los mayores adeptos y los más feroces críticos, a la vez. Y sus decisiones también. Entre sus óperas más conocidas y mejor acabadas están El buque fantasma, Tannhäuser, Rienzi, Tristán e Isolda, Los maestros cantores de Núremberg, Parsifal y, desde luego, la tetralogía integrada en El anillo del nibelungo y conformada por El oro del Rhin, La valquiria, Siegfried y El ocaso de los dioses. Este último titánico proyecto tuvo como base la mitología germánica y, a final de cuentas, es una obra monumental que debe entenderse como un todo y que gira en torno de la ambición desmedida de poseer el oro en disputa y, con ello, el poder.

Pues bien, Wagner mandó construir su propio teatro para escenificar sus principales obras y encontró en Bayreuth (Baviera) el lugar ideal para hacerlo. Fue ahí que estrenó, el 13 de agosto de 1876, el Festival que lleva el nombre de la ciudad. Asistieron, entre otros, Luis II de Baviera (mecenas del compositor), Nietzsche, Bruckner, Grieg, Liszt, Saint-Saëns y Tchaikovsky. Interpretaron la Novena Sinfonía de Beethoven y la primera ópera de la tetralogía, El oro del Rhin. Este festival, con la citada tetralogía, forma parte de la cultura occidental y se ha convertido en un sueño de muchos amantes de la música al que, como yo, no hemos podido acceder. Ahí también estrenó Parsifal (la última de sus óperas) y Sigfrido. Cada verano se programan sus diez “óperas de madurez” en un teatro que el propio compositor rediseñó para dar cabida a su —insisto— “arte total”. Quizá tendrá que esperar usted diez años para conseguir un boleto para asistir a tan prestigiado festival —acompaño un retrato del propio Wagner que mi madre (QEPD) hizo hace décadas.

¡Viva la música!

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