LO MEJOR DE TODO ES QUE CAÍ EN EL JUEGO BALENCIAGA

Balenciaga
Columnas
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La pulsera Balenciaga de cuatro mil dólares es sin duda un objeto que se creó para provocar: no es para ser útil, ni siquiera para embellecer, sino para (como diría mi papá) chingar, para convertir el consumo en un espectáculo.

Se trata de una cifra que en algunos países representa el salario anual de un trabajador. ¿Qué puede justificar ese precio por un brazalete? La respuesta, como casi todo el universo del lujo extremo, está más cerca del arte conceptual que de la orfebrería.

La pieza de la que hablamos no brilla por su ostentación. No es un brazalete de oro macizo ni lleva diamantes. Tampoco viene acompañada de una historia ancestral ni está firmada por un artesano legendario.

De hecho, su diseño es deliberadamente sencillo, yo diría hasta banal: una banda rígida envuelta en un cilindro con el logo de Balenciaga grabado en una tipografía sobria. Su atractivo no es el objeto mismo, sino lo que representa. Es una declaración de estatus, una burla. Un espejo.

Balenciaga ha construido una reputación sólida y muy polémica, precisamente por este tipo de provocaciones. No es una marca que guste agradar, sino más bien incomodar. Ya lo hizo años atrás con la bolsa de piel inspirada en las bolsas azules de IKEA o con su Destroyer sneaker, unos tenis rotos que costaban mil dólares. Esta pulsera se suma a ese linaje de objetos que parecen gritar: el lujo ya no es belleza, es poder absoluto.

Quien lleva en la muñeca este absurdo accesorio de cuatro mil dólares no busca adornarse; más bien busca dejar claro que puede derrochar el dinero sin pestañear. Es un gesto de superioridad financiera, casi feudal, en un mundo donde cada vez más personas luchan por pagar la renta y para tener qué comer. Pero también es un producto que genera conversación, memes, indignación, que se traduce en publicidad.

En cierto modo, la pulsera no se hizo para usarse; está hecha para circular en las redes sociales. Es una imagen, un trofeo viral. Su verdadero valor está en el escándalo que produce. En las notas que, como este texto, se escriben sobre ella. Porque en el fondo Balenciaga no vende ropa: vende reacciones.

Pero ¿quién chingados en su sano juicio compra una pulsera así? El mercado es más grande de lo que parece. Existe una élite global —influencers, coleccionistas, magnates tecnológicos o herederos aburridos— que entiende que el lujo del siglo XXI no es para tener algo bello, sino para tener algo que nadie más puede justificar. Es el culto al absurdo como privilegio, a la ironía como distinción.

Esta pulsera no busca gustar, sino en el fondo desatar una conversación que incomode. Por eso está destinada a los museos de moda, a editoriales fotográficas, a vitrinas de provocación. Es el equivalente moderno al urinario de Duchamp o al Merde d’artiste de Manzoni: arte convertido en objeto de consumo.

Ahora bien, ¿qué nos está diciendo esta pulsera de la sociedad en la que vivimos? Muy sencillo, que el lujo no se oculta: se grita. Que el dinero se ha vuelto performático. Que hay una minoría que puede gastar el salario de un año de mucha gente en un trozo de plástico. Porque la realidad se ha desdoblado en mundos inversos y paralelos. Uno, el de la escasez; y, otro, el del exceso sin culpa.

Pero también dice que la marca Balenciaga ha entendido el juego mejor que nadie. Que en su mundo saturado de imágenes lo único que realmente importa es llamar la atención. Incluso si eso significa lanzar una pulsera que parece de ferretería barata, pero cuesta un ojo de la cara.

La pulsera

Fui a la tlapalería de la esquina a comprar una cinta adhesiva. La compré por 200 pesos.

Mi amigo Ricardo O, el millonario de la colonia Polanco, quería regalarle una cosa única a su esposa, quien por cierto es muy presumida. Se me ocurrió ponerle a la cinta un logo de Balenciaga. Le mentí diciendo que me la habían regalado, que a mi esposa no le interesaba y que la quería vender. Él me ofreció dos mil dólares. Yo me hice el interesante y le mencioné que costaba el doble. Después de varios minutos de negociación llegamos a un acuerdo: me pagó dos mil 500 dólares. Él se puso feliz, pues pensó que me había chingado mil 500 de los verdes. Y yo con ese dinero, que alcanzó 50 mil pesos, pude cubrir la colegiatura de mis tres hijos y pagué la renta del mes del depa donde vivimos en la colonia Nochebuena. Todavía me sobró un poco de dinero para pagar el súper de la quincena. No cabe duda, siempre hay un roto para un descosido.

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