CALEIDOSCOPIO LATINOAMERICANO

Chilenos
Columnas
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El continente gira y con un leve movimiento las mismas piezas producen dibujos nuevos. Lo inquietante es lo fácil que cambian las formas; lo alentador, que todavía podemos reconocer patrones y aprender de ellos. Mirar hoy al vecindario es, a la vez, espejo y advertencia.

Argentina ofrece la primera lámina. Las legislativas reacomodaron el tablero y extendieron el aliento de un experimento liberal que ahora necesita resultados. La baja participación reveló fatiga cívica, pero también un mandato: menos épica y más gestión. La prueba ya no es retórica, sino gobierno: consolidar la desinflación sin rezagar salarios, sostener inversión y convertir expectativas en crecimiento tangible. La gobernabilidad se jugará menos en frases y más en presupuestos, reglas y consensos que permitan transitar una austeridad selectiva sin romper el tejido social.

Chile mueve el prisma hacia una polarización nítida. Luego de una primera vuelta cerrada, crimen y migración ocuparon el centro y la gobernabilidad volvió a depender de acuerdos en el Congreso. En una década el país pasó de la retórica de la calle al laboratorio constitucional y ahora a la promesa de “mano firme”. Es la misma pieza reacomodada varias veces sobre un lienzo que exige resultados rápidos sin sacrificar formas. El aprendizaje chileno, todavía en curso, es que el estado de ánimo se gobierna con servicios que funcionan y reglas previsibles, no solo con identidad partidista.

Colombia ofreció su fricción propia entre voluntad y reglas. Cuando el Ejecutivo buscó atajos para empujar reformas, los contrapesos respondieron y encauzaron el choque por la vía institucional. No hubo épica, hubo trámite; y a veces el trámite es la diferencia entre un conflicto administrable y una crisis. Es una lección poco glamorosa, pero decisiva para democracias fatigadas: el termostato funciona cuando los poderes se detienen mutuamente a tiempo, aunque eso frustre a quienes quisieran soluciones exprés.

La ruptura entre Perú y México recordó que la diplomacia también es pieza del mosaico. Un asilo concedido, notas cruzadas y un enfriamiento que terminó en quiebre mostraron cuánto cuesta personalizar la política exterior. Las cancillerías existen para amortiguar desacuerdos, no para amplificarlos. Cuando se privilegian gestos que aplaude la trinchera propia, suele pagar el Estado con intereses: menos cooperación consular, agendas comerciales postergadas y conversaciones de seguridad que se enfrían justo donde más se necesitan. Hay disputas que suman aplausos, pero restan margen estratégico por años.

Venezuela funciona como espejo de fondo. La elección presidencial más reciente dejó un déficit de credibilidad a ojos de observadores y, de tanto en tanto, el Esequibo regresa como recurso de movilización. No hace falta dramatizar: basta con ver cómo la confrontación permanente se traduce en sanciones, salida de capitales y migración sostenida. Cuando la política premia el conflicto como identidad, los costos se socializan y se vuelven rutina: familias que se van, empresas que no vuelven, un futuro que se aplaza en nombre de una épica vacía.

Utilidad

Visto junto, el mosaico deja tres intuiciones útiles. La primera: las democracias funcionan cuando aguantan el enojo y procesan el disenso con reglas; el voto y los tribunales son lentos, pero evitan precipicios. La segunda: el discurso identitario gana campañas, pero gobernar exige resultados verificables en seguridad y economía; la paciencia se mide en quincenas, no en hashtags, y el humor social obedece al recibo, la nómina y la calle. La tercera: las cancillerías deben volver a ser amortiguadores discretos; en un vecindario irritable, cortar puentes rara vez resuelve nada y casi siempre encarece todo.

Para México la utilidad del caleidoscopio no está en buscar consuelo, sino criterio. No hay giros inevitables ni “espíritus de época” que sustituyan a la aritmética institucional: reglas claras, datos que se publican y se discuten, contrapesos que operan sin héroes y sin villanos. Las piezas son conocidas —seguridad, inflación, instituciones, diplomacia—; lo que cambia es el orden en que se montan. A veces basta un gesto: un tribunal que pone freno, un Congreso que negocia en serio, una cancillería que baja el micrófono y levanta el teléfono. Esos movimientos mínimos reordenan el dibujo.

Y si algo enseña este caleidoscopio es que las democracias se salvan menos por grandes discursos que por pequeñas decisiones repetidas a tiempo, esas que devuelven previsibilidad cuando todo parece girar.

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