DEBATIR SOBRE LOS DEBATES

“Normalizar como prioritario lo burdo, lo ridículo y lo vacío”.

Guillermo Deloya
Columnas
DEBATES

La forma de conocer el comportamiento, desempeño y bagaje intelectual de un candidato seguramente encuentra el momento idóneo al presentarse sin posibilidades de edición en un mismo espacio físico al lado de sus rivales políticos para “debatir” propuestas y contrastar ideas. Es este el momento real de la competencia política que iguala y democratiza la presencia y actuar de aquellos que se encuentran en la contienda.

Es la vitrina idónea donde el ciudadano puede observar en igualdad a las opciones políticas que irán a la urna; es donde se debería ubicar la atención real para ver a los candidatos en una radiografía de cuerpo completo.

Pero la necia realidad se empeña en contradecir la esencia teórica de este ejercicio de la democracia. El debate se ha vuelto una ocasión para la denostación vacía y el insulto insulso. Es un circo cuya pretensión apunta de mayor manera al morbo y a la diversión, que hacia la información y el contraste intelectual deseado.

Nuestro país ha tenido arraigo en una ya larga tradición de debates. Tanto al nivel de los aspirantes a la Presidencia de la República como la natural bajada hacia todos los niveles de competencia política. Desde aquel primer momento donde, en 1994, se organizó tal encuentro sin la participación del entonces Instituto Federal Electoral, hemos visto de todo un poco; desde ausencias notorias como la del propio Andrés Manuel López Obrador en 2006, hasta vistosas compañías de edecanes dentro del formato de 2012.

Pero lo que considero que hasta el momento no hemos visto es un real ejercicio de altura en la política: esa deuda puede acumularse hasta que llegue el momento de normalizar como prioritario lo burdo, lo ridículo y lo vacío en una contienda electoral.

Esencia

Se ha avanzado en lo que a las moderaciones de tales cotejos respecta. Pasar de una actitud meramente pasiva a lograr una activación por intervención imparcial tal vez sea de las mayores aportaciones. Y, sin embargo, desde el inicio de la historia de los debates presidenciales en México no se ha cambiado sustancialmente ni en formatos ni en contenidos y reglas de participación.

Pero estamos en un proceso de 30 años donde ha ido en incremento el restar atención a los ejes discursivos de fondo y se ha ponderado el remarcar la deficiencia ajena; como si este ejercicio de aplastamiento enalteciera a quien lo practica. Desde esa perspectiva, resulta inevitablemente en una decisión sesgada del electorado por favorecer con su sufragio a aquel que haga el mejor chiste, a aquella que propine el mayor revés y sarcasmo a su contrincante; y, por muy mala fortuna, así no se pueden vislumbrar soluciones a tantos y tantos pendientes que tiene nuestro país.

Aun así, no hay una exclusividad en esta tónica respecto de los debates en el mundo. Estados Unidos ha vivido su pequeño show apuntalado por la polémica presencia y participación de Donald Trump. Y así un incontable número de casos que han impulsado algo que ya se concibe como un componente de la crisis democrática. La autora italiana Valentina Pazé, en su libro En nombre del pueblo; el problema democrático, aporta una reflexión apropiada para traerla a estas líneas: comenta que hoy por hoy la demagogia aparece con muchos ropajes, como populismo, plesbicitarismo, bonapartismo o cesarismo; el ejercicio reiterado de una sola voluntad en el poder, con la consecuente adoración y seguimiento a ciegas de los designios de un gobernante, demacra el rostro de la verdadera esencia de la democracia misma: el cuestionamiento razonado de la autoridad y del contrincante. En su lugar se suple la crítica justificada por posturas ridículas que solo buscan la justificación y la denostación ajena.

Así, en nuestro México estamos transitando sobre una línea peligrosa y sumamente delgada; estamos perdiendo la capacidad de razonar y articular un cuestionamiento que también debería apersonarse en los debates políticos. Tenemos en cambio un real circo de tres pistas que no aporta al conocimiento y que solo busca el aplauso fácil ante el insulto y la denostación socarrona. Y la culpa quizá no es de los actores sino del público que con gran afán les seguirá aplaudiendo.