DEL ALTAR A LA URNA

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Columnas
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El filósofo francés Voltaire definió en su Diccionario filosófico (mediados del siglo XVIII) al fanatismo como “el efecto de una conciencia falsa que somete la religión a los caprichos de la fantasía y al desorden de las pasiones”. Para el pensador se trataba de un mal casi incurable una vez que “ha gangrenado un cerebro”.

En aquel entonces su crítica se dirigía hacia los peligros del dogma religioso; no obstante, Voltaire ya advertía sobre una variante más peligrosa: la de aquellos jueces o figuras de autoridad que sin arrebato, pero con total convicción, condenan a quien ose pensar diferente.

Hoy tal concepto ha desbordado lo sagrado y muta según el contexto, pues es posible diagnosticar la presencia de estos fanatismos en múltiples esferas de la vida cotidiana.

Ya en un escenario más actual, el Diccionario de la lengua española lo define como el “apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones, especialmente religiosas o políticas”. Si bien el énfasis histórico suele recaer en la cuestión religiosa, resulta paradójico observar que aun cuando la política y la religión delimitaron sus propias esferas el fanatismo opera sin distinguir tal separación.

Su existencia en el siglo XXI plantea serias interrogantes sobre la condición humana. La constante adoración y la defensa ciega hacia ciertas figuras son realidades difíciles de admitir, pero ineludibles. Voltaire advertía que para el fanático no existen frenos: las leyes son impotentes ante él, pues es inútil “leer un decreto a un frenético” que se cree guiado por una fuerza superior.

Esta inmunidad a la razón se ha trasladado de los templos a las urnas, lo que demuestra que el fanatismo no ha desaparecido sino que solo ha cambiado de altar.

Ceguera

En el terreno de la política, por ejemplo, la sociedad otorga su confianza a diversos individuos a quienes considera los ungidos para dicha labor. Estos se tornan en nuevas figuras mesiánicas provenientes de distintos sectores, capaces de seducir con la promesa de esperanza ante un porvenir incierto, dado que tanto el presente como el futuro parecen desprovistos de sentido bajo las percepciones posmodernas que nos dominan.

A menudo estos líderes carecen de habilidades técnicas, pero les sobra carisma para persuadir. Utilizan la retórica para cimentar una base leal de adeptos que siempre encuentran razones para justificar su devoción, incluso cuando las decisiones del gobernante los afectan directamente. Estos seguidores actúan con la misma ceguera que los antiguos entusiastas religiosos en un inquietante trasvase de fe.

Aunque el fanatismo suele cargar con una connotación negativa cabe preguntarse si es intrínsecamente nocivo, sobre todo al analizarlo en las sociedades actuales.

¿Acaso un fanático de la paz resulta contraproducente? La respuesta es compleja: tal vez lo sea si pretende imponerla a cualquier costo, contradiciendo su propio fin; pero quizá no, si su obstinación se mantiene en la vía pacífica.

Si bien es cierto que los excesos suelen ser condenables, en el mundo polarizado que nos rodea la realidad está llena de matices.

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