LLORDÉN

Juan Carlos del Valle y Demetrio Llordén, Foto Archivo Juan Carlos del Valle

Me ha tomado veinticinco años reconciliarme con su repentina partida. Y es que hay pérdidas que no se superan: apenas se aprenden a llevar. La muerte de Demetrio Llordén fue, para mí, más que la despedida de un maestro. Fue la pérdida de un vínculo que sostenía tanto mi formación como mi afecto. Su partida dejó un hueco que aún hoy intento nombrar, entre la gratitud y la orfandad.

Demetrio Llordén Fernández nació en 1931 en Nerva, un pequeño pueblo minero de Huelva, España. Llegó a México en 1947 junto a su madre, después de que su padre –exiliado republicano– lograra asentarse aquí. Al principio quiso estudiar química, y mientras llegaba el momento de iniciar sus estudios, su padre le animó a que tomara clases de dibujo y pintura con otro refugiado, José Bardasano. Se convirtió no solo en su alumno más dotado técnicamente, sino también en el más cercano. Durante un tiempo fue pareja de Maruja, hija del maestro, y estuvo en el corazón mismo de ese taller, rodeado de artistas como José Manuel Schmill –quien también sería mi maestro–, Edgardo Coghlan, Luis Filcer, Cristina Cassy, Marta Orozco, Angelina Grosso, Sylvia Pardo, Juan Chamizo y Enrique Zapata, entre muchos otros. Fue testigo y parte de un linaje que sostuvo viva una tradición pictórica que todavía creía en el oficio.

Gracias a él conocí de primera mano la historia no contada del exilio español en México: las enseñanzas de Bardasano, los inicios del Círculo de Bellas Artes y las visitas a los sets de Buñuel, donde iba a bocetar. Estudió acuarela con Pastor Velázquez y, más adelante, regresó a Europa en donde coincidió con pintores como José María Labrador. En México se estableció definitivamente, se casó y formó una familia, dio clases y durante aproximadamente cinco décadas no volvió a salir del país –le tenía miedo a los aviones. Ese repliegue moldeó su universo: una pintura hecha sin concesiones, ajena al ruido de las modas, del mercado y de los discursos dominantes. Una suerte de anacronismo voluntario.

Tenía una aguda curiosidad técnica y una gran habilidad para explorar los materiales. Dominaba el dibujo en todas sus variantes: lápiz, tinta, carbón, sanguina, sepia, y combinaciones inusuales con resultados finísimos. También manejaba con maestría el temple, el pastel y, desde luego, el óleo. Ganó el Premio Nacional de Acuarela, entre otras distinciones. Tenía un talento generoso, sostenido por una instrucción rigurosa y una entrega constante. Su pintura podría dividirse, quizá, en dos grandes vertientes: la que bebe directamente de la tradición española, y la que recoge la vida en México: mercados, costumbres, folclor y calles superpuestas como capas de tiempo.

Llegué a su estudio de Echegaray buscando algo que no encontraba en las escuelas de arte: aprender a dibujar y a pintar como se hacía antes. Llordén no daba recetas, transmitía principios. Un saber antiguo, heredado de maestro en maestro, como una línea invisible que uniera generaciones a través del oficio. El método del maestro era claro: aprender a ver. Era necesario un año entero de dibujo –monocromías, escalas tonales y composición– antes de tocar el color. A los tres meses me dijo que ya podía comprar mi caja de óleos y lo hice, aunque seguí dibujando, por puro gusto. Estuve con él casi cinco años, cada mañana en el estudio, cada tarde trabajando por mi cuenta. Fue una época casi monástica y formativa en el sentido más profundo de la palabra.

Además de ser mi maestro, Llordén también fue una figura afectiva, entrañable, una mezcla de mentor y de familia elegida. En la primavera del año 2000, venció sus temores y decidió viajar a España. Invitó a quien quisiera acompañarlo y yo fui. Visitamos El Prado, recorrimos pueblos y pintamos juntos. En ese viaje compartido había algo de despedida, aunque ninguno de los dos lo supiera entonces. Murió en diciembre. Y yo me sentí huérfano. No solo por la pérdida del maestro, sino por la de alguien que me había dado dirección, afecto y sentido.

Su obra no ha sido estudiada ni reconocida como merece. Su legado permanece disperso, olvidado, como el de muchos de aquella generación de exiliados que siguen esperando, aunque sea póstumamente, un digno lugar en la historia. Aunque sospecho que eso, en el fondo, no le hubiera importado. Llordén pintó como quiso, cuando quiso y hasta el final. Sostuvo una familia de cinco hijos con su pintura, formó a varias generaciones y dejó miles de obras. Hoy, incluso más que antes, reconozco el valor de alguien que fue fiel a sí mismo, en la vida y en la pintura. A menudo cuando pinto, todavía estoy en conversación con él.

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