DIAMANTE SALVAJE, LA FE CONVERTIDA EN FAMA

Diamante salvaje
Francisca Yolin
Columnas
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Desde su primera escena Diamante salvaje (Diamant brut) nos invita a entrar en un mundo donde la fe ya no se deposita en dioses, sino en algoritmos y anhelos de fama.

Liane, que interpreta con precisión Malou Khebizi, es una joven camarera del sur de Francia obsesionada con convertirse en una estrella de Instagram. No hay ironía en su declaración: será la Kim Kardashian francesa.

Agathe Riedinger, en su ópera prima, sigue a esta chica de 19 años que sacrifica todo por construir un cuerpo deseado y una imagen venerada. Pero más allá del retrato social la película busca algo más profundo: entender qué se oculta tras esa devoción.

En lo que Diamante salvaje acierta con sensibilidad es en no juzgar a su protagonista. La cámara de Noé Bach la sigue con ternura, incluso cuando sus decisiones rayan en lo desesperado. Liane, entre tacones desgastados decorados con brillantes robados y rutinas frente al espejo, construye una mitología personal en torno de su cuerpo. La proyección de comentarios de Instagram en pantalla como versículos bíblicos y la partitura con tintes sacros de Audrey Ismaël subrayan el matiz religioso de este culto a la belleza.

En este sentido, la película no solo retrata una aspiración individual sino también una especie de liturgia contemporánea donde la fama se confunde con la redención.

Sin embargo, ese enfoque tan embellecido puede volverse una trampa. A pesar de sus momentos luminosos, la película sufre de una narrativa algo errática. Liane atraviesa episodios que parecen más diseñados para ilustrar una idea que para hacer avanzar una historia. El guion construye un mundo estético cuidado, pero por momentos sacrifica el conflicto dramático en favor de la contemplación. Los personajes secundarios —como su madre, sus amigas o el joven Dino que representa un ideal opuesto— quedan subdesarrollados, reducidos a contrapuntos más que a figuras complejas.

Ambición

El punto de inflexión llega con una llamada: un casting para un reality show llamado Miracle Island. Al borde de su sueño, Liane parece haber sido tocada por una especie de gracia. Pero cuando el silencio reemplaza la promesa, su fe se tambalea. Es entonces cuando el filme roza algo más inquietante: la fragilidad mental de una generación moldeada por la exposición constante.

Hay una escena en que Liane, devastada, graba un video para sus seguidores invocando a Dios y prometiendo que su éxito será su venganza. En ese instante la película insinúa un cruce fascinante entre martirio, deseo y espectáculo, pero se queda ahí, sin explorar todo su potencial.

Diamante salvaje es una ópera prima valiosa por su mirada empática y estilizada, pero también por su ambición. Aunque a veces se pierde entre la belleza de sus formas y la escasez de estructura, deja una impresión perdurable.

En Liane, Riedinger encuentra una figura contradictoria, construida de sueños prestados, pero de emociones propias. Y en su historia, un espejo incómodo sobre los ídolos que adoramos hoy.

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