ENTRE EL HASTÍO Y LA LOBOTOMÍA

Celulares
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Hoy quisiera empezar nuevamente con una retadora. Quiero que hagan memoria —pero que en verdad se esfuercen y piensen—, a ver si pueden contestarme la siguiente pregunta: ¿qué solían hacer para pasar el tiempo muerto previo a la llegada de los teléfonos inteligentes? Tomen su tiempo. Aquí los espero.

¿Alguno de ustedes se acuerda? ¿Nadie? Miren, mejor ahorrémonos este inútil ejercicio porque estoy seguro de que no tienen ni la menor idea. Claro, claro… Estoy seguro de que algunos de ustedes buscarán salvar su dignidad e inventarán cómo aprovechaban cada minuto para avanzar en sus lecturas de León Tolstoi, James Joyce o Marcel Proust. Pero todos sabemos que están mintiendo.

Porque la realidad es aún más terrible de lo que (no) recordamos. Como bien indica el académico Ian Bogost en The Atlantic, en la época de la antigüedad (digamos, todo lo anterior a 2013) los tiempos muertos en la vida cotidiana eran algo verdaderamente espantoso y aterrorizante; momentos donde el espectro del tedio y del aburrimiento profundo nos acechaba a cada instante.

Esta era la realidad antes de los teléfonos inteligentes; y si no la recuerdan es precisamente por esto, porque nuestro cerebro decidió no registrar ninguno de esos episodios soporíferos. Cuando esperábamos el autobús; cuando estábamos en el baño; cuando comíamos el desayuno en casa; cuando nuestra cita llegaba tarde a un restaurante; cuando la dentista nos atrasaba nuestra consulta… todos estos momentos eran recibidos con horror porque sabíamos que significaban una sola cosa: estar solos por unos instantes. Si algo les puedo asegurar es que en raras ocasiones aprovechamos esos tiempos para hacer nuevas amistades o idear un tratado filosófico o pensar sobre el significado de la vida. La realidad es que nos aburríamos… ¡y nos aburríamos un chingo!

Progreso

Era entonces, como señala Bogost, que nuestros ojos buscaban cualquier cosa para distraernos. Lo que fuera para liberarnos del pesado fastidio de la espera; todo con tal de sobrepasar el hastío de no tener nada que hacer. Leíamos el menú del restaurante decenas de veces, los ingredientes en el enjuague bucal en el baño o los juegos en la caja de cereal; o nos hipnotizábamos con el programa de chismes que estuviera en la televisión de la sala de espera del consultorio; incluso leíamos esas revistas de golf o de diseño de interiores publicadas a inicios de los noventa. Eran tiempos oscuros; eran los tiempos del aburrimiento.

Hoy la situación es completamente distinta. Desde la llegada de los teléfonos inteligentes tenemos a nuestro alcance una ventana al universo entero dentro de nuestros bolsillos. Y así como hemos eliminado numerosas enfermedades virales gracias a las vacunas, en esta era moderna hemos logrado erradicar de nuestras vidas al mismísimo virus del aburrimiento.

Pero nunca faltan voces contrarias que lloran el fin del ancien régime y lamentan la llegada de estos dispositivos tecnológicos. Voces como la del sicólogo social Jonathan Haidt, quien por años ha liderado un movimiento que se enfoca en advertirnos sobre las consecuencias nefastas de los celulares y particularmente de las redes sociales.

De acuerdo, escuchemos esas voces. Porque creo que existe evidencia irrefutable de que Facebook, Instagram, X y TikTok han causado un daño enorme en la sociedad, particularmente en las generaciones más jóvenes. El aumento en los índices de depresión, la baja en la autoestima, la innegable pérdida de atención: todos estos síntomas son reales y deberían preocuparnos.

¿Pero cuál es la alternativa? ¿Regresar al oscurantismo? ¿Volver a la insoportable pesadez del aburrimiento? ¡De ninguna manera!

Al final, tal vez Haidt tenga razón y las redes nos están pudriendo el cerebro… pero entre la lobotomía digital y el hastío de la cruda realidad, yo prefiero viejas en bikini, novedad idiota y los contenidos superfluos, a leer por quincuagésima vez la caja del cereal o memorizar ingredientes de pastas dentales. Esto es progreso… aunque ustedes no lo crean.

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