EL NOBEL COMO BRÚJULA

“La paz dentro de un país comienza cuando la crítica deja de ser delito y la alternancia deja de ser amenaza”.

Premio Nobel de La Paz
Columnas
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El Comité Noruego otorgó el Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado “por su trabajo incansable en favor de los derechos democráticos del pueblo de Venezuela” y su lucha por una transición pacífica. El reconocimiento llega mientras enfrenta una prohibición de salida y se mantiene oculta; el premio pone un reflector global justo cuando el costo de hablar sigue siendo alto.

¿Qué premió exactamente Oslo? No un programa de gobierno ni una etiqueta ideológica sino persistencia cívica: organizar, sostener y defender reglas de competencia política cuando estas se constriñen.

Machado ganó la primaria opositora de 2024 pero fue inhabilitada; el candidato sustituto, Edmundo González, acabó en el exilio luego de un proceso electoral denunciado como irregular por observadores independientes. La decisión del jurado lee ese itinerario como ejemplo de resistencia no violenta en un ecosistema autoritario. Es un mensaje que trasciende fronteras: el voto tiene sentido si se puede competir, ganar, perder y volver a intentarlo sin represalias.

Hacia dentro de Venezuela el Nobel actúa como palanca moral y diplomática. Un premio no derriba regímenes pero eleva el costo de la represión, da oxígeno a la sociedad civil y complica el negacionismo. También reanima a la diáspora —la mayor del hemisferio—, casi 7.9 millones de personas entre refugiados y migrantes, que hoy financian redes de ayuda, vigilan procesos, inciden en opinión pública y, cuando las leyes lo permiten, votan desde fuera. Esa comunidad transnacional puede ser decisiva si se abren ventanas de negociación verificables.

Hacia fuera el mensaje es doble. Por un lado, recuerda a gobiernos y élites que disfrazan la exclusión como “estabilidad” que la estabilidad sin derechos termina en éxodo, sanciones y estancamiento. Por el otro, advierte sobre las tentaciones de utilizar el premio para agendas ajenas. La controversia por guiños de Machado a figuras de la política estadunidense ilustra ese riesgo: la causa democrática pierde tracción si se percibe tutelada o anexada a batallas externas. El camino más sólido sigue siendo el de garantías internas y verificación internacional, no el de atajos geopolíticos.

Invitación

Para México la lectura útil es menos épica y más institucional. Primera lección: las erosiones democráticas rara vez llegan con estruendo; se cuelan por atajos “técnicos” —inhabilitaciones administrativas, árbitros descalificados, hostigamiento judicial— hasta normalizar lo anormal. Segunda: la oposición eficaz no es la más sonora sino la que acredita método —no violencia, paciencia estratégica, cuidado del lenguaje— y construye mayorías que resisten los ciclos de euforia y desencanto. Tercera: el espejo migratorio. Cada vez que un país vacía sus contrapesos, el costo se paga en familias partidas, talento expulsado y economías locales amputadas; no hay premio que compense eso, solo instituciones que lo previenen.

La pregunta importante es si el galardón puede empujar rutas verificables: liberación de presos, garantías para competir, monitoreo electoral independiente, compromiso de no persecución posterior. Los Nobel suelen celebrar procesos largos; funcionan mejor cuando hay estrategia que empuja, calendarios que obligan y terceros que miden. Si el premio se queda en la foto, será una efeméride; si ordena prioridades, será un punto de inflexión.

También importa la pedagogía cívica que deja: la paz no es silencio ni “mano dura”, es orden. La paz dentro de un país comienza cuando la crítica deja de ser delito y la alternancia deja de ser amenaza. Por eso este Nobel no es una medalla para una facción, sino una invitación a reconstruir el piso compartido: que la gente pueda opinar, votar, ser electa y cambiar de opinión sin miedo. En América Latina, donde la ansiedad por resultados rápidos tienta a los extremos, esa lección es más valiosa que cualquier bandera.

El cierre posible es sencillo: el premio no resuelve, orienta. Señala un norte en medio del ruido: más instituciones, menos épica; más garantías, menos venganzas; más método, menos relatos. Si el reconocimiento sirve para abrir una conversación seria sobre cómo salir del laberinto —y no para reforzar trincheras— habrá cumplido su cometido. Y si de paso nos recuerda, desde México, que el mejor antídoto contra nuestras propias derivas es cuidar árbitros, libertades y procedimientos, entonces el Nobel habrá hecho algo más que honrar a una persona: habrá defendido, otra vez, la idea de democracia como camino hacia la paz.

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