El historiador François Hartog denomina presentismo al dominio del presente en la era actual. El instante y el ahora dictan el quehacer de la sociedad. El pasado y el futuro han quedado relegados a otros espacios, cuya relevancia queda a merced del presente. En consecuencia, se valora el tiempo del ya.
En México, como en otras partes, el presentismo se manifiesta de diversas maneras. La cobertura mediática del “Culiacanazo” (2019) exhibió una secuencia consumida en tiempo real: la detención de Ovidio Guzmán, la respuesta armada, la liberación y, de inmediato, la catarata de análisis definitivos. Antes de que concluyera la operación ya se publicaban líneas de tiempo, lecciones de seguridad pública y lecturas políticas.
Cuando la narrativa quedó fijada, la conversación migró a la siguiente novedad. El acontecimiento entró en la vitrina histórica sin tiempo para la distancia crítica. A medida que el evento se desarrollaba, ya contaba con una página en Wikipedia.
El fenómeno también se encuentra en la vida cotidiana. Las marcas y las lógicas de consumo convierten el presentismo en estrategia comercial: “Aprovecha el ahora”. En un mercado laboral dominado por la informalidad y la precariedad, la acción llama a aprovechar hoy porque el mañana es un cálculo incierto. Las encuestas confirman la situación: más de la mitad de las y los jóvenes ocupados declara no tener un plan de retiro. El futuro se percibe como un riesgo, una incertidumbre que imposibilita un plan con miras al mañana.
La fragilidad de las perspectivas a largo plazo se refuerza con un horizonte teñido de calamidad: el narcotráfico parece inamovible; el alza de rentas en las capitales regionales devora salarios; los eventos climáticos extremos multiplican zonas de emergencia. El porvenir deja de funcionar como promesa de mejora y se convierte en amenaza pendiente. De ahí que el presente adquiera carácter absoluto: lo urgente desplaza a lo importante y la planificación se vuelve un lujo.
Dependientes
El régimen también reconfigura la memoria pública. La proliferación de museos comunitarios, rutas patrimoniales y “días de” responde al temor de perder lo existente, pero corre el riesgo de vaciar de contenido político al recuerdo.
Discutir el presentismo mexicano no implica nostalgia por un pasado supuestamente mejor ni rechazo de la tecnología que habilita la información inmediata. Se trata, más bien, de advertir los límites de una sociedad —me atrevería a decir que occidental— encadenada al instante. Parece que la capacidad de proyectar a largo plazo queda atrapada en cada sexenio, dependiente de que la o el siguiente gobernante continúe el proyecto.
El problema es que la sociedad también está desesperada: lleva esperando demasiado. Desde que México fue consumido por el presentismo su población ha soportado políticas dirigidas al ahora, no al futuro. Así ha sido durante décadas y, cuando ese futuro llega, la gente descubre que nada cambió.
¿Se podrá negociar con el tiempo?
¿Se podrá recuperar la mirada al porvenir?
¿Habrá que esperar al próximo régimen que dicte la relación con el tiempo?