EL VETERANO DEL QUE NADIE HABLA

Ignacio Anaya
Columnas
VETERANO

Juan Estrada, un hombre curtido por el tiempo y las adversidades, era el reflejo vivo de un pasado que muchos mexicanos preferían mantener oculto en los recovecos de su memoria. Su piel morena y sus ojos cansados contaban la historia de un sujeto que guardaba una rabia, pero entendía la inutilidad de hacer algo al respecto. El uniforme que alguna vez vistió con orgullo, de un azul estilo napoleónico, ahora lucía desgastado y descolorido, con manchas y rayones que evidenciaban el paso de cinco décadas.

Estrada era un veterano de un conflicto que dejó cicatrices imborrables en su alma y en la historia de México. Para algunos, fue la invasión estadunidense; para otros, una intervención. Pero para Estrada nunca fue una guerra en el sentido estricto de la palabra: 50 años después seguía manteniendo esa opinión.

Utilizar el término “guerra”, mencionado por uno que otro gringo en la cantina y medios más ilusos, implicaba que ambas fuerzas estuvieron en igualdad de condiciones, no solo en número, sino también en tácticas, liderazgo y unidad nacional. La batalla de Buena Vista le había demostrado la cruda realidad: nunca tuvieron una oportunidad real de ganar. Su único consuelo se encontraba en el fondo de incontables botellas de alcohol.

En su juventud Estrada llegó por medio de la forzosa y terrible leva a la vida militar, que lo obligó a defender una supuesta patria, supuestamente nación, contra los invasores extranjeros. Luchó con determinación, al igual que muchos de sus compatriotas pero al final sus esfuerzos no fueron suficientes.

Varios pensadores, esos que nunca vieron las batallas de cerca, lo llamaron a él y a sus compañeros “cobardes”; ese era el castigo por sobrevivir. Vio morir a sus amigos mientras el país caía ante sus ojos, no solo por la invasión, sino por los conflictos internos que la desgarraban. Su última batalla tuvo lugar en Cerro Gordo, donde fue capturado por los estadunidenses y trasladado como prisionero a San Juan de Ulúa, en Veracruz. No entendía palabra alguna de sus captores; sabía que era suficiente con escuchar su tono de voz, reconocer las burlas y ofensas. Solo después de la derrota mexicana y el fin de la “guerra” fue puesto en libertad.

Infortunio

Estrada no quería hablar de la guerra, no quería revivirla en su mente. Era uno de los muchos protagonistas de un episodio vergonzoso en la corta historia del México independiente. Apenas habían transcurrido 27 años desde el final de la lucha por la independencia cuando los mexicanos se dieron cuenta de su enorme debilidad.

Medio siglo después, ahora convertido en un anciano con los días contados, Estrada solo podía observar con disgusto a los inversionistas estadunidenses que pululaban por el país.

Lo único que anhelaba era olvidar. Muchos de sus antiguos compañeros de armas continuaron luchando en el levantamiento de Ayutla, la Guerra de Reforma y contra el Segundo Imperio. Estrada se preguntaba si lo hicieron para ocultar la vergüenza de aquella derrota que compartían. Él, por su lado, ya no quiso saber nada de eso.

En cierta ocasión, años atrás, leyó en un periódico que los veteranos de la independencia que vivían en la pobreza recibirían apoyo del gobierno como muestra de “la gratitud que el país les debe”.

“¿Y yo?”, se preguntó Estrada. La desafortunada contienda en la que había participado parecía haber sido borrada de la memoria colectiva, pues ni siquiera una nota mencionaba su infortunio: su sufrimiento, sus traumas, sus pérdidas y su propia existencia fueron eliminados por culpa de esa guerra.