ESCRIBIR TAMBIÉN ES MIRAR

Juan Carlos del Valle, Yo, tercer ojo, 2016, óleo sobre tela, 40 x 60 cm
Juan Carlos del Valle
Columnas
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¿Por qué escribo si lo mío es pintar? No empecé a escribir por gusto. Elegí el lenguaje de los tonos, la forma, la luz y las atmósferas precisamente para no tener que recurrir a las palabras. Disfruto conversar –que no pelear–, pero he encontrado mi verdadero lugar en el trabajo silencioso, en la soledad del estudio. Y, sin embargo, cada quince días publico una columna y una conversación grabada con distintos artistas o profesionales de la cultura.

Escribir responde a una urgencia por articular pensamientos, palabras y personas para, en el mejor de los casos, provocar acción –o al menos, reflexión. En un sistema donde se aprende a callar por temor a las represalias, escribir se vuelve un ejercicio de discernimiento, un desafío al silencio impuesto, un exorcismo, un acto de resistencia. Al poner en palabras, se piensa; al pensar y querer comunicar, se buscan las palabras. En la labor de estructurar un texto y ordenar, con la mayor claridad posible, lo que uno piensa, siente o intuye, aflora la fragilidad –o la fortaleza– de los propios argumentos. A veces, al cabo de un texto tengo más preguntas que certezas y, a la vez, me parece que la resolución de cualquier problema empieza cuando se nombra.

No pretendo aleccionar ni juzgar; prefiero enunciar, reflexionar sobre aquellos temas de los que no se habla lo suficiente. La columna es simultáneamente crítica y autocritica. “No puedes cambiar el mundo pero sí puedes enriquecerlo”, dice Jodorowsky. Seguramente me equivoco, pues soy limitado y tal vez ingenuo, pero lo peor, sin duda, es no hacer nada, pretender que no pasa nada.

Cada texto requiere algo de investigación sobre diferentes temas, así como considerar otros puntos de vista, para reafirmar mis creencias o incomodar mis propios prejuicios. Hablar desde “los tiempos que corren” significa aceptar múltiples realidades, todas válidas y merecedoras de ser escuchadas. En ese sentido, las conversaciones grabadas también buscan ser un espacio para esas otras voces; son un archivo vivo, un testimonio de que algo ocurre, constancia de que alguien existe.

Hay una larga genealogía de pintores que escriben. Entre muchos otros escritos, son célebres las cartas de Van Gogh, claves para comprender su mundo interior; los tratados de Kandinsky, fundamentales en la teoría del color y la abstracción; los diarios de Delacroix, donde se desdobla en reflexiones sobre la creación y el oficio; las notas de Cézanne, siempre obsesionado con la estructura interna de la naturaleza; los ensayos de Best Maugard y de Lazo, que buscaron tender puentes entre la tradición y la modernidad en el arte mexicano; y los cuadernos de Leonardo, donde pintura, ciencia y observación se entrelazan con una lucidez inagotable. Los lenguajes se nutren unos de otros. Hay escritores que pintan y pintores que escriben. La palabra acompaña a la imagen, la cuestiona. Escribir es, también, una extensión del pensamiento pictórico.

Compartir una visión implica aceptar que nada es monolítico. Yo mismo no siempre coincido con lo que escribí hace un año, o incluso ayer. Las ideas se transforman, se desdicen. Y en ese vaivén, la crítica –propia y ajena– mantiene el pensamiento despierto: obliga a desmontar certezas, a revisar posturas, a nutrirse de argumentos distintos. A veces uno deja de creer lo que creía; otras, se reafirma con renovada claridad.

¿Vale la pena? ¿Tiene sentido? A menudo me lo pregunto y después de tantas horas invertidas en esta labor, surgen las dudas. Y sin embargo, sigo. Escribo porque al hacerlo me ordeno y me confronto. Es una manera de no quedarme simplemente en la queja sino de hacer algo, por mínimo que sea; es un acto de servicio. Y a veces, inesperadamente, llegan respuestas de los lectores, demostrando que existen miradas afines o contrapuestas; se asoma una comunidad, frágil quizá, pero viva. Comparada con el activismo de generaciones anteriores, la nuestra parece diluirse y temo que perdamos no solo la voluntad, sino también la memoria. Escribir es una forma de preservarla, afilar el pensamiento, hacer comunidad y dejar constancia. Lo hago desde la necedad o desde una esperanza ingenua de que, a pesar de todo, las cosas sí pueden mejorar. Porque, en el fondo, escribir también es mirar.

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